La decisión del presidente Xi Jinping -con mandato y poder renovado recientemente por el Congreso del Partido Comunista Chino- de apostar por la construcción de un nuevo orden internacional está poniendo, aún antes de que haya logrado realizaciones concretas, todo patas arriba. Ya comenté aquí cómo su propulsión ha conseguido poner de acuerdo (en su contra) a los dos partidos del sistema estadounidense, aumentando la retórica belicista del presidente Joe Biden y pasando -de momento, todavía sólo a nivel de discursos- de la condición de adversario a la de “enemigo de EEUU”. Ahora, en el mismo sentido parece llegarles el turno a los europeos.
Los movimientos de diplomacia activa de China desde la reelección de Xi han sido dos: sentar en la mesa de negociaciones a Irán y a Arabia Saudita, los dos grandes referentes político-religiosos, representantes de las ramas chiíta y sunnita -respectivamente- del Islam, y los dos antagonistas estratégicos de Oriente Próximo. Que esas relaciones se mantuvieran rotas y congeladas les convenían a todos los intereses occidentales: a los de la Casa Blanca (principal aliado de la petromonarquía saudita); a Israel (cuya principal hipótesis de conflicto es el Hezbolláh palestino-libanés, amparado y financiado por Irán); y a Bruselas (sede de la Unión Europea, que es como decir sede de la OTAN). Sin embargo, donde muchos fracasaron la diplomacia china lo logró, y las embajadas de los árabes y los persas vuelven a abrirse. Punto para Xi.
El segundo gran movimiento diplomático ha sido el viaje del presidente a Moscú, con un plan de paz para poner fin a la guerra de Ucrania y una docena de simbólicos gestos y afirmaciones de “amistad” para con Vladimir Putin: “China está dispuesta a mantenerse firmemente al lado de Rusia”, le dijo. Aunque de todos esos gestos, la frase final con la que se despidió de Putin en las puertas del Kremlin me parece la definición del rol internacional que Xi espera jugar: “Se avecina un cambio que no se ha producido en 100 años. Y estamos impulsando ese cambio juntos”, le dijo, apretándole la mano. No hay que ser un genio del análisis político internacional para dimensionar la profundidad de esa afirmación.
Ante ello, la reacción de los europeos se parece bastante a una desbandada, como quien encuentra de pronto la silla demasiado caliente, o una yarará acercándose lentamente a sus tobillos. Pero esa desbandada tiene en todos los casos la misma dirección: aterrizar en Pekín.
La caravana la inició el canciller alemán, Olaf Scholz; lo siguió el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel; la semana pasada voló a Pekín el presidente español, Pedro Sánchez; y esta semana irá el francés Emmanuel Macron; mientras que el jefe de la diplomacia europea, Josep Borrell, se prepara para tomarse la “selfie” en la Gran Muralla.
Pero, para tomar la temperatura real del clima imperante en las capitales europeas, me parece que el viaje más sintomático de esta larga caravana es el que protagonizará en estos días la presidenta de la UE, la alemana Úrsula von der Leyen. Y me parece representativo no sólo por el cargo que ejerce en la organización continental, sino por su radical “atlantismo”: representa mejor que nadie la asociación de Europa con Washington, y con la OTAN.
Von der Leyen quiso dejar taxativamente clara la postura con la que vuela a Pekín; lo hizo en una serie de declaraciones en los “think tanks” europeos especializados en las relaciones con el gigante asiático.
¿Qué dijo? Entre otras cosas, y en un tono casi copiado al de su aliado Joe Biden, dijo que Europa se prepara para comenzar a considerar a China un enemigo. Dijo que Xi quiere cambiar el orden mundial, para imponer su dominio mediante herramientas de coerción económica y comercial (inversiones en sectores estratégicos y de defensa) y políticas de desinformación. Dijo que Xi Jinping pretende un cambio sistémico del orden internacional con China en el centro. Dijo que China subordina los derechos individuales a la soberanía, y que la seguridad y la economía priman sobre los derechos políticos y civiles. Y dijo que Europa no va a permitirlo. O, al menos, que no se lo va a poner fácil: le cerrará las inversiones en sectores estratégicos y en tecnologías clave para las comunicaciones y para la defensa (ojo: China es hoy el segundo mayor socio comercial de Europa, con un intercambio de 795.000 millones de euros anuales en bienes y servicios). Úrsula, sin embargo, dice que ahora “debemos asegurarnos de que el capital, la experiencia y el conocimiento de nuestras empresas no se utilicen para mejorar las capacidades militares y de inteligencia” chinas. Y dice que no piensa reabrir el acuerdo de inversión China-UE, congelado por el Parlamento Europeo en 2021.
Durísima. Pero son palabras, palabras, palabras. La potencia oriental representa el 9% de las exportaciones de bienes y más del 20% de las importaciones europeas. Xi la esperará en Pekín con una sonrisa china.