América Latina ha conocido, en su breve e intensa historia, un movimiento pendular en cuanto a la mutua vecindad de las unidades políticas que la componen: desde los tiempos de la Colonia y de las revoluciones de Independencia, el péndulo ha fluctuado hacia el polo de la unidad y la integración (durante el primer peronismo, hasta hubo proyectos de rearmar una especie de confederación, sumando a las repúblicas del Plata el Paraguay y el antiguo Alto Perú), para moverse hacia el otro polo poco tiempo más tarde, llegando inclusive a enfrentamientos armados (generalmente, por cuestiones de fronteras); a hipótesis de conflicto (como las discusiones en torno a la posesión de la bomba atómica entre nuestro país y el Brasil, cuando ambos padecían gobiernos dictatoriales); a la necesidad de mediaciones internacionales para alcanzar entendimientos bilaterales (como la intervención vaticana en la disputa por el Canal de Beagle); o, más usualmente, por profundas discrepancias ideológicas (como la larga disputa entre la Venezuela chavista y la Colombia uribista, hasta ayer nomás).
Esa oscilación entre las dos maneras de entender la ocupación de un espacio geográfico y cultural común ha imposibilitado, hasta ahora, la generación de lo que podríamos llamar una política exterior consensuada frente al resto del mundo, ya sean otros bloques de Estados (ahí están las discusiones eternas sobre el tratado del Mercosur con la Unión Europea) como, aún más importante, con las potencias hegemónicas: ayer Gran Bretaña o Francia; hoy EEUU; quizás mañana China.
Claro que esa imposibilidad fue generosamente abonada con todas las injerencias, demandas e intereses extra regionales imaginables. No hace falta considerar el jamón del sándwich en que quedó la región durante la Guerra Fría, como zona territorial estratégica del bloque occidental. La crisis de los misiles de Cuba, entre el Washington de Kennedy y el Moscú de Kruschev, dejaron claro cuál era el lugar que nos destinaban en la disputa bipolar; mucho antes, hasta la misma denominación de “América Latina” surgió como derivación de una lectura externa: el término fue acuñado por el economista francés Michel Chevalier, en el siglo XIX, tras un viaje por México (por cierto: en búsqueda de recursos naturales, la otra clave de bóveda de todas las injerencias extra regionales).
El acerto “latinoamericano” de Chevalier, que tan prolíficamente ha prendido en estos territorios -al punto que cierto progresismo buenista lo utiliza como una nominación anticolonial- intentaba, también, alejar la identificación del grupo de países sudamericanos, centroamericanos, y México (en el Norte), de la tradición y de la herencia cultural ibérica; o sea, América Latina como diferenciador de América Hispánica. Y, al menos en cierta medida, lo logró.
Un siglo más tarde, y después de que aquel péndulo fluctuase entre un costado y otro, España -la actual, post fascista, europea y rica- intentó volver “a por sus fueros” (o sea, aquellos simbólicos de los que tan inteligentemente la había despojado Michel Chevalier), y se embarcó en el proyecto ambicioso de creación de una comunidad internacional de intereses en base a una cultura común: propulsó (y financió) la Secretaría General Iberoamericana, que reunió a los jefes de Estado de todos los países de habla hispana de América (luego, también de habla portuguesa, para que entrara Brasil) junto al jefe de gobierno y al rey de España.
Las Cumbres Iberoamericanas se han reunido en veintisiete oportunidades (al principio eran anuales, ahora son bienales), y la semana que viene se reunirá la sesión XXVIII en Santo Domingo, República Dominicana. De todas estas reuniones de máximo nivel, lo más serio que puede decirse es que mantienen abierto un foro de diálogo, y son un semillero de anécdotas (nadie podrá olvidarse el “¡Por qué no te callas!”, del ahora rey emérito de España, que vive en el exilio en virtud de sus desfalcos y corrupciones, al verborrágico comandante de la Revolución Bolivariana, en la Cumbre de 2007). El cerebro de las Cumbres es el Secretario General. Al cargo lo ocupó durante largos años Enrique Iglesias; luego, brevemente, la inteligentísima Rebeca Grynspan (hoy gestionando la UNCTAD); y ahora lo ocupa el chileno Andrés Allamand, el ex canciller de Sebastián Piñera.
Allamand ha planteado que la XXVIII Cumbre se centrará en la ciudadanía digital, el medio ambiente y la seguridad alimentaria. ¿En serio creen que esos son los temas más urgentes de esta América, se llame como se llame? Si a mí me hubieran preguntado, hubiera dicho que se fijaran en la polarización acelerada y en la distancia creciente entre ciudadanía y política, que están llevando al quiebre de la sostenibilidad democrática de la región. Pero nadie me preguntó.