Hace unos días, tres nuevas canciones de Duki comenzaron a circular. Sus fanáticos se sorprendieron porque no habían recibido noticias de que estuviera grabando nuevas canciones. Pues no lo había hecho: habían sido generadas por Diff-SVC, una Inteligencia Artificial (IA) programada para analizar y replicar la voz del Duki (quién, sorprendido, esa mañana debe haberse escuchado cantar lo que nunca había cantado).
Igual de sorprendidos habrán quedado los fanáticos de Seinfeld al enterarse que, a pesar de estar fuera del aire desde 1998, la comedia estrenó un nuevo episodio, que podía verse por streaming; el capítulo fue generado por una IA en base al procesamiento de los diálogos, locaciones, cortes de cámara, e incluso la risa en vivo registradas en las nueve temporadas originales. (Un detalle: el capítulo fue cancelado porque contenía chistes homófobos y transfóbicos. Los diseñadores de la IA, Skyler Hartle y Brian Habersberger, dijeron que ellos no habían programado los chistes, que los había creado el algoritmo).
Lo que no es chiste es la enfermedad de Bruce Willis. El célebre actor estadounidense se retiró del cine debido a que padece demencia frontotemporal. Sin embargo, el año pasado había participado en un comercial de la empresa rusa MegaFon. Willis no había actuado, sólo había aceptado que una IA de generación de rostros procesara una gran cantidad de fotos y videos a partir de los cuales dio vida a su personaje. Se ha convertido en el primer actor en vender sus derechos de imagen (literalmente), autorizando que su cuerpo pueda ser recreado en películas y otros proyectos por IA. Quienes hayan visto “The Congress” recordarán que eso es precisamente lo que hace la protagonista, Robin Wright. La película se basa en “El congreso de futurología”, un relato que Stanislaw Lem escribió en 1971, cuando todo esto era ciencia ficción. En la película, Wright firma un contrato en el que cede su imagen, pero con una cláusula que prohíbe que sea usada para hacer porno. Una visionaria, si tenemos en cuenta que en las plataformas porno actuales circulan escenas con celebridades creadas por IA en base a sus imágenes y voces, usadas clandestinamente y sin consentimiento, lo que constituye un delito que a nadie parece importarle a juzgar por los cientos de miles de reproducciones que ostentan.
Especulemos (¿?)
Año 2033. Llegamos a casa y damos una orden a la IA para ver un policial que se desarrolle en Londres, en la época victoriana. Pedimos que nosotros mismos seamos los protagonistas, y algún conocido que nos cae mal sea el villano que muere al final. La película aparece en pantalla inmediatamente. Mientras tanto, suenan canciones de nuestros artistas favoritos, algunas grabadas por ellos, otras no. No distinguimos unas de otras y no nos importa: suenan bien. Muchas de esas voces maquínicas son celebridades en la escena musical internacional; incluso algunas de ellas han ganado importantes premios.
En el celular vemos los portales de noticias. Una afirma que se dieron de baja miles de cuentas de usuarios porque las autoridades detectaron que habían generado escenas porno de alta calidad con la participación, sin consentimiento, de compañeros de trabajo, vecinos o figuras públicas. La noticia es verosímil, de todos modos, la miramos sin prestar mucha atención porque los portales de noticias son un montón de títulos o textos de los que ignoramos su origen maquínico o humano. También ignoramos si nos dicen algo de la realidad o si son combinaciones de noticias verdaderas que generan una falsa. En todo caso, nos gusta leer esas historias. También nos gusta discutir con perfiles en las redes sociales sin saber si son inteligencias humanas o “bots”; tenemos nuestros interlocutores favoritos en ambos bandos y, sin preguntarnos demasiado, recurrimos a ellos para entretenernos. En esas pantallas las imágenes falsas y las reales aparecen y desaparecen, las miramos, reaccionamos a ellas, nos hacen pensar y soñar sin que sepamos si reflejan algo del mundo.
¿Qué tan lejos de este ecosistema doméstico estamos? ¿Qué tanto nos va a importar la diferencia entre la creación supervisada por humanos y la generación automatizada? Es cierto que, por el momento, las generaciones maquínicas no tienen «tono» o «estilo»: les falta ese toque humano, y posiblemente nunca lo adquieran. El argumento no es nuevo. En las últimas décadas del siglo XIX, en Europa surgió el movimiento de Artes y Oficios que rechazaba la producción maquínica en detrimento de la dimensión “artística” de los objetos de uso. Se afirmaba que las cucharas de acero especial que producen los artesanos, la alfombra sutilmente tejida que venden, o los perfumes exquisitamente aromáticos que destilan, no pueden ser producidos por una máquina. Esta perspectiva no debería sorprender, ya que siempre son aquellos cuyo trabajo se ve amenazado por la competencia quienes están más dispuestos a encontrar en él algo especial e irreemplazable. Sólo que ahora las máquinas tocan la puerta de los cineastas, fotógrafos, pintores, escritores, periodistas: sus producciones corren el riesgo de ser reemplazadas en el arte, los medios y el entretenimiento.
Existen algunos límites. Uno de ellos es el poder de cómputo necesario, quizá lo único que frena hoy la explosión de las IA. El otro es el enorme gasto energético que insumirían estas producciones si lo que por ahora llevan adelante unos pocos se vuelve masivo y generalizado. Pero no deberíamos sorprendernos de que hayamos llegado hasta este punto. Desde hace tres siglos el capitalismo es eso: la búsqueda permanente y expansiva de la circulación y comercialización de productos hechos por máquinas para el consumo. Y buena parte de su manera de operar consiste en una tarea cultural para que nuestros estándares de calidad y belleza incorporen, sin más, los productos de las máquinas. A mí, por ejemplo, me gusta mucho esta taza en la que estoy bebiendo café, y esta silla sobre la que estoy sentado me parece muy cómoda. Ni siquiera me he preguntado si la ha hecho un humano o una máquina. ¿Me pasará lo mismo con las películas de “Bruce Willis” que se estrenarán en los próximos 30 años?