Dentro de la literatura nacional decimonónica existen tres libros que son insoslayables: el “Facundo” (1845) de Domingo Faustino Sarmiento; “El matadero” (escrito entre 1837 y 1840, y publicado en 1871) de Esteban Echeverría; y “El gaucho Martín Fierro” (1872), de José Hernández. Esta primera parte de la trascendente obra de Hernández cumple 150 años, y sigue teniendo vigencia y frescura después de tanto tiempo. Renombrados ensayistas se han adentrado en el análisis de sus páginas: Ezequiel Martínez Estrada; Eleuterio Tiscornia; Ángel Battistessa; Carlos Leumann, entre otros. Imposible no mencionar la histórica disputa entre Borges y Lugones. El escritor cordobés postula la obra de Hernández como una épica nacional, mientras que Borges proclama que Fierro no es más que un desertor. Aunque, si miramos de cerca las críticas borgianas, encontraremos una admiración subyacente y contradictoria, típica del autor del Aleph.
Más cerca de nuestra época, y por citar sólo dos autores, Fierro se entrevera con la literatura experimental de un Pablo Katchadjian (1977) en “El Martín Fierro ordenado alfabéticamente” (2007); y con Gabriela Cabezón Cámara (1968) en “Las aventuras de la China Iron” (2017), donde la perspectiva de género asume una mirada principal.
Podríamos, incluso, decir que, el autor en tanto tal siempre ha quedado en la penumbra. Hernández no es un nombre recordado, como lo es el de Borges, o el de Alfonsina Storni o el de Walsh. Lo que el común de la gente retiene en su memoria es el del personaje, el de Martín Fierro.
Si bien la épica es anónima y es una de las críticas de Borges al Martín Fierro, el hecho de conocerse la autoría, con el tiempo, lo que resta es el nombre del personaje y el autor ha ido borrándose o ha ido quedando solamente en las referencias escolares y académicas. El mismo Borges “pisa el palito” cuando, en su ensayo “La poesía gauchesca”, publicado de manera final en “Discusión” (1932), menciona la obra de Hernández. Me explico: Borges, hace un recorrido agudo por la poesía gauchesca y va citando autores: comienza por el uruguayo Bartolomé Hidalgo; sigue por el cordobés Hilario Ascasubi; continúa por Estanislao del Campo, hasta llegar al uruguayo Antonio Lussich. Relaciona a Lussich con Hernández, pero, llegado el momento dice: “Llego a la obra máxima, ahora: el Martín Fierro”. Venía hablando de autores y ahora el protagonismo se lo lleva el personaje. Escasamente queda atrás la sombra de Hernández y en los primeros párrafos que siguen a la cita, y menciona “Martín Fierro” más de diez veces. Borges, que esgrimía el carácter anónimo de la épica, conjuntamente con la invocación a los dioses y la utilización de los versos de arte mayor (la sextilla, utilizada por Hernández, son versos de arte menor) parece haber borrado al autor del Martín Fierro y haber sido ganado por el gaucho matrero.
En síntesis, la obra de Hernández es la obra poética fundacional de la literatura argentina. No es una cuestión cronológica. Allí podríamos citar al primer poeta argentino, don Luis de Tejeda. Pero no se trata de comienzos originarios, sino de permanencia y trascendencia. Y en este sentido, el Martín Fierro, nacido del romanticismo rioplatense decimonónico, sigue dando que hablar.
Tal vez, su carácter sapiencial y popular lo vuelve vigente. Hernández no era un gaucho: era un escritor culto, pero supo captar la esencia de la palabra de su pueblo gaucho. Los dichos del viejo Vizcacha, por ejemplo, son dichos populares, probablemente recopilados por Hernández, y no al revés.
Más allá de la discusión de si el Martín Fierro constituye una épica nacional, un poema épico, creo entender que es sobre todo un poema político. Obra en la que hay hacer las salvedades necesarias, y acordes al contexto.
La primera parte constituye una literatura de denuncia con final desolador: “se entraron en el desierto”. El desierto casi podríamos verlo como una catábasis, un descenso infernal de purificación para, luego, generar la “vuelta” del héroe, que retorna ya con la sabiduría como experiencia de vida.
La primera parte finaliza con estos dos versos: “males que conocen todos/ pero que naides contó”. En la boca de Fierro están las denuncias del gauchaje a la injusticia política y social. Una vez purificado el héroe, vendrán los consejos que tienden a la formación de una moral: la de Fierro, o la de Vizcacha. En todo caso, el estilo sapiencial queda patente y se resuelve en los dos versos finales de la segunda parte, donde acoge a todos (hoy hubiera dicho Hernández: todes) “No es para mal de ninguno/ sino para bien de todos”.
Esta primera parte que hoy cumple 150 años concluye con un gaucho rebelde: “Yo he sido manso primero/ y seré gaucho matrero”. Matrero como analogía de fugitivo, cimarrón, mañoso. Un gaucho que supo tener hacienda, tierra, hijos. Lo que literariamente puede constatarse como la referencia a una “edad de oro”, que se rompe en el llamado a cuidar la frontera. A su vuelta no encuentra nada, y nace la rebelión.
Fierro mata dos veces ante la justicia: un negro y un criollo. Perseguido por el poder establecido y en plena pelea, el texto hace una exaltación de la amistad con la aparición de Cruz, que se da vuelta y de persecutor pasa a ser aliado, amigo y fugitivo.
La rebelión y el desierto aparecen ante la caída de la edad de oro, ante la pérdida del bienestar: “Yo he conocido esta tierra/ en que el paisano vivía/ y su ranchito tenía/ y sus hijos y mujer…/ era una delicia el ver/ cómo pasaban sus días». Este bienestar no era individual, sino colectivo: “Ricuerdo… ¡qué maravilla!/ cómo andaba la gauchada,/ siempre alegre y bien montada/ y dispuesta pa el trabajo:/ pero hoy en día… ¡barajo!/ no se la ve de aporreada”.
Estimo que el Martín Fierro debería leerse en todas las escuelas y también debería estar presente en los despachos de los legisladores y funcionarios políticos, para, por lo menos, provocar la pregunta de cómo está el gauchaje.