Sí, ciertamente, enero en la provincia de Córdoba es un mes donde el folklore es protagonista. Festivales, peñas, y pequeños encuentros vacacionales en donde la guitarra y el telón de fondo de las sierras junto al sonoro canto del río son ya parte central del verano cordobés. Sin embargo, este año, y por las razones que todos conocemos, el encuentro habitual está resentido y achicado. Alguna extraña analogía pensé en estos días, cuando llegué del supermercado y apoyé una de las bolsas sobre la mesa, sin darme cuenta que había allí una botella de agua. La botella, empujada por la bolsa, rodó por la mesa y se hizo añicos en el suelo. Esquirlas de vidrio salieron por aquí y por allá. Algo se rompió, pensé. Y con la pandemia, muchas cosas se han roto y habrá que reinventarse. Tal vez para la próxima, pensé, sería mejor una botella de plástico para el consabido recipiente de agua fresca en la heladera, y así atemperar los calores del verano. Pero es mejor el vidrio, lo encuentro más noble. El plástico resiste, pero su brillo es opaco, tiene gusto a plástico. El vidrio, más delicado, se rompe, pero incluso hecho añicos es bello en su presencia. Como el arte de raíces profundas, puede pervivir aún en su rotura y las esquirlas brillan en la oscuridad y hasta son peligrosas, se meten en el pie y pueden hacer sangrar, tanto como una vidala cantada por Mariana Carrizo; o cuando Mery Murúa dice tú” en el tango que lleva el mismo nombre; o cuando Mario Díaz tararéa sobre los afinados acordes de su guitarra.
Esto quiere ser un poco un homenaje al folklore. A pesar de las roturas propias que nos trae la pandemia las tristes elecciones de algunas decisiones culturales que optan por lo masivo sin más, el folklore, asediado, roto u olvidado, siempre tiene su brillito de resistencia, se clava en el pie desnudo como una espina, y también se clava en el corazón.
Hace ya mucho tiempo, cuando todavía ni me imaginaba residir definitivamente en esta provincia, estudié durante dos años en un conservatorio de música de la ciudad de Buenos Aires. Estudiaba piano, en el cual nunca llegué a interpretar nada. Era un curso que otorgaba la ciudad en aquella hermosa primavera democrática; yo era el más joven de un grupo de más o menos diez personas, todos vestidos con camisas de bambula y tratando de imitar la proyección folklórica. El Chango Farías Gómez era uno de los ídolos que refulgía. Habíamos armado un grupito. Yo tocaba (¿tocaba?) la quena. Rolando Diorio fue el único que siguió la carrera de cantautor, los demás nos perdimos en la vida, en otras cosas. La directora del conservatorio nos quería, nos apoyaba. Un día nos invitó a su casa. Ella nos hablaba de Yupanqui, de su amistad con el gran viejo, y también de las obras que ella misma había compuesto. Era nada más y nada menos que Hilda Herrera. Yo, siendo el más chico, opinaba poco y escuchaba. Pero algo me hizo parar la oreja: Hilda era la que había puesto música a la Zamba del Chaguanco. Esa zamba yo la escuchaba mucho cuando era niño, estaba en un disco de Mercedes Sosa. Cuando se lo comenté, descolgó un cuadro, una especie de grabado o aguafuerte, y me dijo: Mirá, esto es: con el cuchillo en el vino la muerte andaba e’chupa”. Era un dibujo sobre los versos de Antonio Nella Castro, de la Zamba del Chaguanco. Después supe que Hilda había nacido en Capilla del Monte, acá en la Córdoba de la que me enamoré y decidí quedarme. Para nosotros era la directora piola y profunda. No la volví a ver más, sin embargo, ese recuerdo quedó registrado a fuego en mi memoria, sobre todo cuando años después me di cuenta de la calidad de intérprete y compositora que teníamos entre nosotros.
A veces creo que nos pasa algo parecido como provincia. Estamos tan acostumbrados a ver a los artistas del folklore entre nosotros, que no nos damos cuenta de la verdadera dimensión, la talla enorme, la profesionalidad de tantos. Sobre todo, aquellos/as que no residen en Buenos Aires. La guitarra de Horacio Burgos, la voz de Silvia Lallana, Gustavo Vergara, Gerardo Schiavon, Jorge Martínez, Chato Díaz, y tantos y tantas. Los que nombro, aquí y más arriba, son los que me fueron cercanos por una u otra cuestión, y que con el tiempo uno va dándose cuenta de la enorme calidad que tiene Córdoba en sus músicos.
Habría que hablar también del jazz, del tango, del cuarteto, pero hoy, en este mes tan especial, me ahondo en el folklore. El folklore con poesía, con palabra y silencio, lejano a la moda del grito y la velocidad bochinchera. (Esa cordobesada bochinchera y ladina”, le hace decir Borges al general Quiroga). Pero Córdoba es un poco más profunda en su canto que el bochinche al que nos tiene acostumbrados la masividad pacata. Es necesario –a pesar de estos tiempos duros- reinventarse y volver a tener raíces hondas. Hay con qué. Es cierto que los simples árboles de supermercado” crecen más rápido que un algarrobo, pero no es lo mismo un arbolito de ocasión que un mítico algarrobo. Habrá que invertir tiempo y dinero, habrá también que esperar, pero tenemos una cantera de folkloristas maravillosos y maravillosas. Hoy más que nunca, hay que regar esas raíces hondas del folklore. La cultura que podemos hacer y ofrecer promete una sombra fresca y noble como la de un algarrobo centenario.