La ciudad y su gente. Borges decía en “Fervor de Buenos Aires” (1923): “El arrabal es el reflejo de la fatiga del viandante” pero luego cambió el verso por “El arrabal es el reflejo de nuestro tedio” que es el verso que solemos encontrar hoy en las versiones corregidas. Esa palabra, viandante, es una palabra que ha dejado de usarse. Sin embargo lo que no ha caído en desuso es esa costumbre de vagar sin rumbo por las ciudades o los arrabales de las mismas. Todos alguna vez nos dejamos llevar por el invisible río del andar sin rumbo y ahí, encontramos muchas veces chispazos reveladores de una realidad otra.
Con tedio o con fatiga, ya no lo recuerdo, caminaba bordeando la Cañada. El silencio interior fue interrumpido por un regüeldo imprevisto de un transeúnte que sentado en el muro de la Cañada me sonreía con una lata de cerveza en la mano. Entre la estupefacción y cierto asco por la interrupción del sonido de su boca casi pegado a mi oreja, quedé perplejo ante la mirada desafiante del muchacho ebrio que se hamacaba peligrosamente en el borde del muro. Seguí mi camino y la primera palabra que cruzó por mi cabeza fue, violencia.
Un poco más allá, una muchacha gritaba y corría detrás de una moto que se llevaba su celular. En otra esquina, una madre retaba a su hijo; estúpido, le decía y el niño no dejaba de llorar. Entre el tedio y la fatiga, pensé en la naturalización que hacemos de la violencia y decidí escribirlo. Abandoné los pasos perdidos por el centro de la ciudad y decidí tomar el trolebús para volver a mi casa. Había sol. Muy poca gente en el transporte. Me acomodé en un asiento de uno al costado izquierdo y continué mi itinerario mirando por la ventana. Belgrano y 27 de abril, es una esquina que conozco muy bien. Hace ya muchos años que paso por allí casi todos los días. Hacía calor. En el costado izquierdo, sobre Belgrano, la viejecita de siempre pidiendo limosna. El trolebús había sucumbido al imperio del semáforo en rojo que se alzaba al otro lado. Desde mi ventana, podía ver desde otro ángulo, la viejecita que todos los días aparecía en mi camino. Tiene unos ojos celestes profundos que me recuerdan el poema “Las viejecitas” de Charles Baudelaire: “Esos ojos son pozos formados por un millón de lágrimas/ vasijas que un metal enfriado cubrió de lentejuelas…/ ¡En esos ojos misteriosos hay hechizos invencibles/ para quien fue amamantado por la austera mala Suerte!”. Yo todavía meditaba en la naturalización de la violencia hasta que aconteció algo inusual.
Todo ocurrió en unos pocos segundos. Yo podía observar desde arriba y hacia adelante. La cabina cerrada de la mujer que conducía el trolebús no me permitía sino ver una pared de chapa. Lo que pude ver, fue un brazo saliendo de la ventanilla de la conductora. Un brazo que hacía un gesto, un llamado. ¡Vení! El ojo del semáforo aún estaba rojo. La vieja se levantó con dificultad. Nunca la había visto caminar. Siempre la vi apoyada sobre la vidriera de un local. Apretó fuertemente el bastón y al tranco de su cadera dislocada se acercó a recibir unos billetes. Una sonrisa se dibujó en su cara. El ojo del semáforo se metamorfoseó hacia el verde. El trolebús arrancaba. La viejecita, de pie, apoyada en su bastón, se llevó la palma de la mano derecha hacia sus labios y le arrojó un beso a la conductora. Cuando bajó la mano, la sonrisa aún estaba allí. Y el trolebús ya estaba en la otra esquina.
Gestos de amor, me dije para adentro. No, el de la limosna, sino el del beso. Un gesto leve de la mano que logró esparcir un haz de luz más fuerte que la luz del mediodía. Un brillo. Un fulgor en medio del tedio y el calor. ¿Por qué no, escribir sobre estos pequeños gestos de amor? ¿Por qué ensañarnos con la crónica tediosa y repetida de la violencia diaria? Es necesario que estos gestos de amor, también pasen a formar parte de las noticias. Alguna vez habrá que hacer un diario de buenas noticias. Milagros cotidianos, imperceptibles que suceden todo el tiempo a nuestro lado y que el tedio o la fatiga insisten en no dejarnos ver. El estrépito de la violencia gana la calle. Su sonido abrupto. El dolor. Las malas noticias llegan siempre más rápido. Pero no se puede vivir siempre de malas noticias. Alimentar ese animal a diario es peligroso. ¡Qué raquítica y débil está la columna de las buenas noticias! Educar la mirada para poder descubrir esos imperceptibles gestos de amor que acechan por todas las esquinas. Dosificar la hiel, de vez en cuando. Darle su lugar, sin dejar que inunde completamente la existencia. Gestos de amor que rompen el tedio del viandante y abren caminos hacia una ciudad un poco más humana.