Llega la navidad. Y aquí, en el cono sur, nos llega junto con el fin del año académico y laboral. Es decir, venimos agobiados. Llega también con calor, verano y la promesa del merecido descanso vacacional que estos últimos años se han visto enturbiados por la epidemia global que azota y castiga al mundo. A pesar de las adquiridas costumbres del norte, los argentinos, seguimos celebrando la navidad en medio del calor, con nueces, turrones y variados componentes de alto voltaje calórico. Las fiestas, que van desde la nochebuena hasta el día de reyes en enero, son momentos de encuentro y desencuentro familiar. Sobre todo los niños y niñas, esperan con ansiedad los regalos que traerá papá Noel y allí entramos nuevamente, en un sinfín de imágenes propias del hemisferio norte: nieve, chimeneas, renos, largas barbas blancas que se acoplan a la nieve y los trineos. La puesta en escena y el cotillón navideño, ya lo sabemos, es, ciertamente, una traspolación cultural que poco a poco ha ido metiéndose en nuestra manera de vivir.
Ahora bien, de algún modo, es ya sabido esto de que la navidad, la “vivimos” al estilo europeo. Al menos, así aparece el planteamiento desde los medios de comunicación, el consumo y el comercio. Este colonialismo cultural, por llamarlo de alguna manera, no resulta tan llamativo en su manifestación como el hecho del borramiento, el corrimiento asombroso que hace del origen la fiesta navideña. Esa porción de realidad originaria, queda reservada para el recinto religioso, que a la manera del rey Midas, todo lo que toca, lo vuelve de su condición. Así, el nacimiento de Jesús, que vendría a ser el motivo principal de la fiesta navideña queda borrado de la celebración, digamos “comercial pública” y bastante transformado en los ámbitos religiosos. Lejos de los oropeles eclesiales, de los ritos vacíos y las obligaciones del creyente, el nacimiento de Jesús fue el nacimiento de un perseguido, el nacimiento en condiciones sumamente desfavorables, una familia rechazada por su medio comunitario, hacinada en un lugar para los animales. Ahí, entre el olor a bosta y la intemperie nace el dios de los cristianos. Y esa sí que es una novedad dentro del mundo de las religiones. La epifanía marca también un camino importante dentro del campo de lo religioso, donde se crea una tensión entre dos protagonismos teológicos: los que parten del misterio pascual (muerte y resurrección) y los que parten de la encarnación. En este sentido, la filosofía y la teología de la liberación, tal vez inspirados en ese gran teólogo conciliar del siglo XX que fuera Karl Rahner, tuvieron predilección por la vía encarnatoria, ese dios de los cristianos que se hace hombre, se hace pregunta ante la pregunta humana. La navidad, o lo que ella parece que representa en el mundo de la fe, pareciera ser una gran pregunta, la apuesta ferviente a una gran posibilidad, la exaltación de la inocencia en medio de la persecución y el odio. Para esta mirada, para mirar la intemperie del pesebre, nos hace falta la mirada mística. La mirada comercial y pasatista de la brillantina y de los coros de niños y niñas rubios de ojos azules cantando en inglés, nos alejan demasiado de los interrogantes que sí pueden suscitar el olor y el abandono de nacer en medio de la nada. Quiero recordar un párrafo del poeta venezolano Armando Rojas Guardia, acerca de la necesidad de esta mirada mística:
“Tal vez por ello los místicos son los únicos, entre los ejemplares del “homo religiosus”, que no banalizan las experiencias-límite, las últimas fronteras de lo humano. Me asquea el mundillo religioso, la vocinglería eclesiástica, en cuanto reviste de facilidad el vacío. Siempre me repugnó la máquina doctrinal que time todas las respuestas posibles a todas las posibles preguntas. Uno introduce la pregunta, y al instante aquella máquina sapiente elabora la respuesta infalible que pretende calmar fatuamente la sed, el bochorno, la vergüenza que emanan del vacío, de las regiones postreras –y tantas veces atroces- de la conciencia. Nada más vomitable que esa muerte del espíritu, que ese ambiente cuyo suelo arde de cuestiones pospuestas, permanentemente insatisfechas” (El dios de la intemperie, 1985).
Retomando las palabras de Rojas Guardia, banalización y vacío, creo que pueden ser dos vectores interesantes hacia una hermenéutica de la navidad, tanto para los creyentes como para los que no lo son, dado que las fiestas están ya, incorporadas en nuestro acervo cultural. Cuánto de banalización existe y cuánto de vacío que no somos necesariamente capaces de soportar a través de la pregunta.
Siempre me llamó la atención en el capítulo dos del evangelio de Lucas, que la señal que se les da a los pastores, no es una señal maravillosa. Se la anuncia de un modo maravilloso o mágico pero las palabras que señalan el encuentro con el mesías esperado, son de una simpleza mayúscula: «Y esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. Nada hay en esa frase de maravilloso. No hay renos fosforescentes que crucen por los cielos, ni esplendores de luz, ni grandilocuentes publicaciones en los medios de la época. Un nacimiento más entre tantos nacimientos de la gente pobre. Esa vida que nace en medio de la pobreza, esa vida minúscula y necesitada entre el aliento de los animales y el olor del establo, como cualquier vida, es tal vez lo más maravilloso. La banalización de la navidad a través de tantas pseudo maravillas lumínicas, tal vez nos haya como sociedad, apartado de lo más importante, la capacidad de asombrarnos y maravillarnos ante el gran misterio que es la vida.