La desigualdad y la marginalidad son vectores que separan o juntan destinos en situaciones cotidianas o extremas, en las que vivir con o sin paracaídas determina suertes distintas incluso para personas parecidas o con padecimientos semejantes. Es lo que claramente se constató hace algunos días en un juicio inicial abreviado, en el que Amador Barrera de 32 años recibió una condena unificada de 2 años y 1 mes de cárcel, al haber reconocido un intento de robo de un celular a un taxista que lo había trasladado hasta Villa Siburu. En el hecho ocurrido en mayo pasado, Barrera mostró ser un ladrón muy torpe ya que fácilmente fue detenido por su víctima y otros taxistas.
Sin embargo, detrás de esta historia, se esconde la de un joven ex estudiante de Psicología e Historia, también trabajador metalúrgico, pero adicto al consumo de drogas. Sin dinero y empujado por el estímulo o la falta de «alguna porquería» para meterse en el cuerpo, Barrera terminó cometiendo este delito. De hecho, en el juicio -más despejado y con clara conciencia de su situación- dijo: «Me siento arrepentido y avergonzado y por eso pido perdón. Estoy atrapado en mis adicciones, quiero curarme pero no puedo. Necesito que me den una tratamiento médico».
Lo cierto es que Barrera no es un ladrón vocacional sino otro adicto que nunca tuvo la chance de acceder a una necesaria rehabilitación. Si fuera adinerado, tal vez, hubiera tenido mejores posibilidades de tratarse y no hubiera cometido la estupidez del taxista. A lo mejor habría hecho otras estupideces pero jamás esta que lo llevará a Bouwer por varios meses. Nos preguntamos entonces: ¿Cuántos jóvenes habrá como Barrera? ¿No sería mejor que el Estado prevenga y ayude a recuperar a estos adictos antes que tengan algún desliz? ¿A alguien le importa?