Continuando con el intento de las últimas columnas de asir las condiciones para la paz, propondré una última secuencia progresiva para una relación social pacífica. Una secuencia que va de la tolerancia a la ternura, pasando por la compasión, es decir, desde la aceptación de la coexistencia hasta la sensibilidad por otros.
Tolerancia
La tolerancia fue uno de los puntos de partida de las discusiones filosóficas de la modernidad. Fue también motivo de tensión con los modos todavía religiosos de comprender el origen de la vida civil y política.
Los antiguos modelos de construcción de la unidad social o de la voluntad general, fundamentalmente religiosos o simbólicos, se habían vuelto fuente de separación y violencia. Por eso, Rousseau ve que la tolerancia representa una tensión para el contrato social: es necesaria para lograr una coexistencia entre personas tan diversas, pero insuficiente, porque también es necesario generar una voluntad general que nos una a todas.
Es verdad que hubo posiciones teológicas a favor de la tolerancia, como Bartolomé de las Casas defendiendo el derecho individual de sostener las creencias propias. Pero esas posturas no habían primado. De ahí opiniones como la de Voltaire en su “Tratado sobre la tolerancia” (que volvió a ser best seller después de la masacre de Charlie Hebdo), que consideran al fanatismo religioso un origen de la violencia, y ven en la aceptación de la libertad de pensamiento, creencia, conciencia y opinión, la base normativa de la convivencia social.
Claro que no es lo mismo aceptar indiferentemente la diferencia, y coexistir con ella, que respetar a quien la sostiene. Menos aún el esfuerzo de buscar lo valioso en otro y en lo que piensa.
Pero por lo menos es un punto de partida hacia una paz activa, aunque no aborda la fuente del aprecio y del cuidado de esos otros, tan distintos, con quienes convivimos.
Compasión
No sólo tradiciones religiosas -como los monoteísmos, el hinduismo y el budismo- sino también notables filósofos atribuyeron un rol fundamental a la compasión.
Desde Homero, los griegos encontraban en ella una parte esencial de la existencia humana y Aristóteles la describía como sensibilidad ante el mal de otro, algo que debía lograrse incluso mediante el teatro y la retórica.
Los filósofos británicos modernos ponían en la compasión un “sentimiento de compañerismo (fellowship) ante la miseria de otros, que se logra intercambiando lugar con el otro” (A. Smith). Y para Schopenhauer la compasión es el principio y base de todo resorte moral.
No faltaron críticos de la compasión, desde algunos ilustrados hasta el propio Nietzsche. Pero lo cierto es que sin ese ejercicio de “com-padecimiento”, de sentir el dolor ajeno, sin ese ejercicio activo de imaginación poniéndome en situación del otro, difícilmente pueda lograrse un mínimo vínculo pacífico, que vaya un poco más allá de la aceptación indiferente.
Ternura
Pero hay un paso más. Si la tolerancia es parte de las normas de convivencia y la compasión un requisito del vínculo empático, la ternura implica una condición distinta, ciertamente no imponible, pero capaz de reconfigurar radicalmente nuestras relaciones.
Hace un tiempo, Greg Boyle –conocido por su trabajo con miembros de pandillas en California– publicó un libro titulado “El lenguaje completo. El poder de la ternura extravagante” (con semejante título, no me sorprendió cuando me contó que se peleó con su editor, porque se lo quería cambiar).
Pero retengamos la idea de algo extravagante en la ternura. Es “mayor que” la compasión, aunque en esas tradiciones filosóficas, simbólicas o religiosas fue poco tenida en cuenta.
Habitualmente “ternura” remite a lo suave, tierno, y por otro lado a una agudeza o sutilidad. Pascal, Gracián y otros le llamaban espíritu de fineza. En términos de Greg, la ternura es el idioma o lenguaje completo. Una comunicación que excede la capacidad de comprensión, la aceptación del otro e incluso la posibilidad de ponerme en su lugar.
En su “Psicología de la vida amorosa”, Freud analiza los casos patológicos que se dan cuando la vida amorosa queda separada de la ternura. Y no sólo allí. También cuando falta la corriente de ternura en el vínculo de cuidado con los demás, que requiere solicitud y atención delicada.
Fernando Ulloa, también en clave psicoanalítica, mostraba que la ternura no sólo es la base ética de las personas, sino también que su carencia origina la violencia y la crueldad.
La sensibilidad ante otro, el abrigo, el alimento, el gesto afectuoso, los modos del cuidado, son muestras tangibles de esa ternura.
Son al mismo tiempo la primera percepción y el origen de cualquier modo del respeto por el otro, que haga una sociedad un poco más pacífica.
¿Pueden enseñarse la tolerancia, la compasión, y sobre todo esa sutileza de la ternura?
No sería mala idea cambiar la extravagancia del insulto violento por la extravagancia de la ternura.