Las piedras y la memoria
Entre los encantos personalísimos que ofrece la muy mediterránea muy conservadora y muy revolucionaria ciudad de Córdoba, el complejo monumental de la Manzana Jesuítica -declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco- y sus aledaños constituyen uno de los eslabones más preciosos. Me ha pasado: cuando se recorren, por ejemplo, las ruinas de la Buenos Aires colonial con ojos de visitante, es imposible no hacer el puente, la semejanza, la comparación con aquella aldea del centro geográfico del país, aunque más no sea en un segundo plano de la conciencia. Y reconocer que a estas piedras nuestras, por cruzarlas a diario desde siempre, las hemos terminado incorporando a ese paisaje que, por conocido, se deja de ver.
Digo: no cuando uno acude a la Reina del Plata con las prisas de los trámites urgentes, yendo a solucionar algún embrollo administrativo en la ciudad donde atiende Dios (aunque esté en todas partes); ni tampoco cuando se la cruza raudamente, para tomar desde su aeropuerto centralista un vuelo a cualquier otra región del país, sino cuando se pasan algunos días relajados en ella, en la gran capital del Sur, y se la visita como un viajero más. Por ejemplo, cuando detrás del Colegio Nacional de Buenos Aires se desciende a los túneles que comunicaban algunos nodos cruciales de la ciudad vieja con el puerto en el Río de la Plata (para comerciar sin pagar impuestos, quizá, que algunas añejas tradiciones nos vienen desde aquellas alboradas; o para escapar, si los aires entre los muros de Santa María de los Buenos Aires dejaban de pronto de ser tan buenos), es natural trazar algún paralelo con la estupenda Cripta Jesuítica del Noviciado Viejo, allí, soterrada en una de las esquinas más transitada del microcentro cordobés.
La Cripta, esa estupenda construcción levantada hacia 1700 para que sirviera como residencia de los chicos que ingresaban a la Compañía de Jesús, fue redescubierta en 1928, cuando el gobernador Olmos se lanzó a ampliar la avenida que hoy lleva su nombre. Pero por entonces sólo fueron consideradas unas piedras viejas, sin relación con la memoria de un pueblo, así que tiraron los techos y rellenaron de escombros las habitaciones. Y la Cripta fue olvidada, por segunda vez. Pero no se rindió: otras obras de remodelación urbana, en 1989, volvieron a hacer que sus arcadas emergieran a la superficie y reclamaran retornar a la vida: a ser vistas, transitadas, usadas. Y esta vez fueron atendidas: se quitaron los escombros de relleno, se limpiaron los viejos muros y hoy tenemos una magnífica pieza colonial vigente, maravillosamente viva (y con una acústica excepcional, que la hace especialmente apta para conciertos, a pesar de la bulla del tránsito que la rodea).
De profundis abandonum
Otro de los paralelismos con las piedras viejas de la Gran Ciudad de la Yegua Tordilla me surge con el Museo del Bicentenario, detrás de la mole de la Casa Rosada: cuando se recorren los cimientos del Fuerte militar de la primigenia delimitación porteña, esos ladrillos mustios, de un marrón pretérito, y esos soportales, me remiten una vez más a los muros crudos enterrados debajo de las calles céntricas de Córdoba, que a veces emergen apenas en un detalle, como la mínima parte de un iceberg, disparando la imaginación sobre la obra íntegra a la que pertenecieron.
Tengo esa impresión cada vez que cruzo el antiguo comedor de los frailes franciscanos (el salón “de profundis” y el refectorio de los monjes), hoy ubicado sobre la calle Ituzaingó.
El De profundis es una de las construcciones en pie más antiguas del país (circa 1695), que ha quedado como una cuña temporal, un retazo vibrante de antigüedad en el medio de un shopping, y que, a pesar de haber sido declarado Monumento Histórico Nacional y de que la Fundación Getty puso algunos fondos alguna vez, sigue cerrado y en estado de semi abandono. Como las arcadas de la Cripta Jesuítica del Noviciado, esperando que alguna vez algún gobernante con conciencia y memoria se tope con sus piedras redondeadas por el agua, el aire y el tiempo.
Muros y fogones
Por todo esto, desde que comenzaron las obras del futuro centro cultural que se construye sobre las ruinas existentes en ese ángulo céntrico que hoy componen las calles Obispo Trejo y Duarte Quirós, acumulo expectativas crecientes. Ese es, creo, el camino: debemos plantear la convivencia con los rastros de nuestros orígenes en la vida cotidiana.
Ya se sabe: los presupuestos, las otras urgencias, los plazos laxos. La obra avanza lenta, la calle Duarte Quirós sigue cerrada por unos mamparos de chapas que apenas dejan una veredita angosta, una arteria para caminar de costado sobre las paredes del colegio de Montserrat, y la promesa se alarga.
Los planos que he visto, y las proyecciones de renders prometen una obra con capacidades para convertirse en icónica, y la filosofía que alienta esa obra es de lo más inteligente: recuperación, mantenimiento y reconversión para que siga sirviendo, integrada a nuestro tiempo, a nuestros días; no sólo para que gocemos de su contemplación sino para que podamos seguir disfrutando de su cobijo.
En esa dirección, uno de los primeros emprendimientos que está haciendo punta en todo el centro cultural que recuperaría el gran complejo religioso y educativo de los jesuitas (que se extendía, sin solución de continuidad, desde la iglesia de la Compañía, la Universidad, el Montserrat y estas dependencias y jardines, seccionados por el urbanismo moderno para trazar la calle Duarte Quirós), lo constituye un pequeño pero estupendo restaurant: Mármol.
Los dueños de Mármol comprendieron primorosamente la idea de integrar la liviana cotidianidad contemporánea a la solidez -casi trascendente- de la historia y la memoria impresa en esas paredes, y el resultado no podría haber sido más preciso. Para que sea honesto, también, al “Mármol” del nombre le agregaron la desinencia de la edad de la piedra: “Siglo 17”.
Cocina de autor
En uno de los sótanos del complejo habitacional jesuítico han instalado la cava, con luces que marcan las curvas de las paredes y de la bóveda, una única mesa para unos ocho comensales y una colección de botellas y de bodegas cuidadísima. Antes de la escalera que desciende a la cava, un pequeño salón; y antes del salón, un patio descubierto. Para llegar a esas dependencias, se habrá ingresado por las cocinas, ubicadas a lo largo del pasillo de entrada (y a la vista). También hay algunas mesitas en la vereda.
Mármol tiene cincuenta cubiertos en total, y una atención dedicada a cada uno de ellos. La carta está armada con el mismo esmero, tanto para la cafetería al paso como para los platos de fondo. Entre los primeros, destaco la Croque Monsieur (una brioche con mostaza registrada, pata cocida, gruyere y curry); y el Bolonia, en pan de campo, con la misma mostaza y mortadela con nuez a la plancha. De los platos fuertes, hay una bondiola de cerdo -cocinada muy lentamente, a la pimienta- y una entraña de costilla, ambas un espectáculo. Para la Semana Santa prepararon también un ceviche tan equilibrado que da para comer dos raciones. Aunque, más logrados que los platos de fondo son las tapas, para picotear y compartir (si piden alguna, no dejen de probar unos rollitos de cerdo en masa filo, con manzana y yogur natural: un hallazgo).
Y entre todas esas sensaciones, la de comer recostados en unos muros levantados hace algunos siglos, cuando toda esta historia comenzaba. Vale la pena.
Opinión: Ni lo duden.
Calificación: Cuatro aceitunas (verdes y gordas).
Recetas
Un postre divino
El miércoles pasado prometí que diría cómo hacer galletitas de nuez y azahar, un postre que, tras haber escanciado el agua milagrosamente devenida en vino, muy probablemente hayan degustado en las bodas de Caná, el mismísimo Cristo incluido. Todos los ingredientes nos son comunes, salvo -quizá- el agua de azahar (pero que se consigue fácilmente en cierto bien surtido almacén ubicado en el Paseo Santo Domingo, o donde vendan productos árabes, libaneses o griegos).
Entonces, para hacer 30 unidades de masitas de nuez y azahar se necesitarán, para las galletas: 200 gramos de manteca; media taza de azúcar impalpable; 2 cucharadas soperas (40 ml) de agua de azahar; y dos tazas (500 ml) de harina. Y para el relleno: media taza de nueces picadas; un cuarto de taza de azúcar impalpable; y una ramita (o una cucharadita de café) de canela picada.
Vamos pá´allá: Precalentamos el horno a 160ºC; untamos con aceite un molde de unos 30 x 25 cm; batimos la manteca reblandecida y el azúcar impalpable en un cazo pequeño, hasta obtener una mezcla cremosa; la colocamos en un bowl más grande y vamos añadiendo el agua de azahar y la harina, hasta que esté todo bien mezclado. Presionamos la mezcla con las manos hasta formar una pasta espesa. Por su parte, mezclamos bien en otro cazo las nueces, el azúcar y la canela. Con la masa formamos bolitas y presionamos con el pulgar en el centro, para que se forme un pequeño volcán, en ese hueco colocamos una cucharadita del relleno. Disponemos las galletas en el molde engrasado. Las aplanamos ligeramente, sin dejar que la pasta cubra el relleno, y llevamos al horno precalentado; horneamos unos 17 minutos, hasta que estén bien doradas todo alrededor. Retiramos, dejamos que se enfríen y las servimos con café fuerte. O, como en Caná, con más vino. ¡Salud!