“(…) era acaso esa ausencia de rama colateral y de consiguiente transmisión directa, de padre a hijo, del patrimonio del nombre, lo que había, a la larga, identificado tan bien a los dos, uniendo el titulo originario de la posesión a la arcaica y equívoca denominación de Casa de Usher, denominación empleada por los lugareños, y que parecía juntar en su espíritu la familia y la casa solariega”.
Edgar Allan Poe. El hundimiento de la Casa de Usher
En la casa de los Reina Nores desde su construcción, las puertas están siempre abiertas, incluso la de la entrada principal. Rodeada por un enorme y frondoso parque, se encuentra resguardada en todo el perímetro por un muro pintado de color beige y cubierto con enredaderas que caen hacia el suelo como cascadas. El portón del frente, forjado en hierro, está coronado por el apellido compuesto en letras mayúsculas de sus propietarios.
La casa pertenece a la familia desde hace décadas y fue construida por uno de los más viejos Reina Nores en medio de una montaña perdida en la nada. Es una edificación imponente que las distintas generaciones fueron ampliando con los años pero con el mantenimiento básico, la pintura hace tiempo que comenzó a descascararse, algunos ventanales fueron parchados y hay manchas de humedad. A unos metros, se encuentra un antiguo aljibe que dicen que fue clausurado por uno de los ancestros ya que al mirar hacia abajo y en toda su profundidad le ocasionaba un dolor y terror existencial similar a la descripción que hizo Poe de la Casa de Usher antes de desplomarse.
Todas las puertas están siempre abiertas excepto la de una sola habitación que permanece cerrada con llave. Para llegar a ella, hay que atravesar el salón de recepción, doblar por un pasillo, cruzar el lavadero, y tras pasar frente a un baño de servicio, hay que bajar unas escaleras pequeñas.
En la familia se dice que la habitación cerrada fue construida por Fernando Reina Nores cuando su esposa Leonor quedó embarazada, y en ella parió a su hija, Felicitas Reina Nores que lloraba desconsolada todas las noches a pesar de los cuidados y el suave canto de su madre.
Heredé la casa cuando falleció mi padre hace unos años de cáncer, y con la casa, heredé las llaves de la habitación.
Nos mudamos una tarde de verano con mi esposa y mis dos hijos, Sebastián y Juan Pablo Reina Nores que en medio de un griterío eligieron sus dormitorios. Con mi esposa nos ubicamos en el dormitorio principal que es el más amplio y alejado para tener privacidad.
Los primeros meses en la casa fueron literalmente felices, disfrutamos del parque y de la naturaleza, y en las noches de luna llena, nos acostábamos los cuatro sobre el césped panza arriba para contemplar las estrellas y el cielo infinito.
Llegó marzo y la vuelta al trabajo, los chicos comenzaron las clases, y mi esposa se quedaba muchas horas sola en la casa haciendo cerámicas para matar el tiempo. Y ese fue el quiebre: Elisa estaba cada día más apagada y fría como el invierno que se asomaba. Me juraba por su madre muerta que escuchaba ruidos en la habitación cerrada, como si alguien cambiara los muebles de lugar, abriera armarios o se cayeran cosas al suelo.
Una noche la encontré muy angustiada en el comedor. Demacrada, afiebrada y sin bañarse en su camisón color tiza. Temblaba como una hoja. Repetía histérica y a los gritos que había escuchado a un bebé llorar. Mandé a los chicos a dormir y me quedé con ella intentando tranquilizarla. Insistí en explicarle una y otra vez que la habitación está vacía hace años, en ella no hay muebles, armarios ni cosas, nada, no hay nada. Elisa se calmó poco a poco cuando me miró a los ojos y se aseguró que le decía la verdad. Ella y los chicos sabían perfectamente que cumplía a rajatabla la tradición, única condición para vivir en la casa: el más viejo en vida de los Reina Nores, todas las noches, debía entrar y encerrarse en la habitación con una vela encendida y permanecer entre sus cuatro paredes grises en silencio hasta que la vela se apagara.
El invierno azotaba y mi mujer empeoraba. Hubo noches enteras en las que volaba de fiebre y sufría a diario de espantosos dolores de cabeza. Ya no se reía ni lloraba; no se bañaba ni quería comer. Aseguraba que escuchaba desde cualquier punto de la casa ruidos en la habitación cerrada, cosas que se caían, muebles que eran arrastrados por alguien o por algo, puertas de armarios que se golpeaban quizás solas, quizás no; el llanto desesperado de un bebé recién nacido y una madre que lo calmaba con susurros que llegaban hasta sus oídos; disparos, más gritos de distintas voces, de miedo, de venganza y juraba que hasta el silencio, el mortal silencio la atormentaba, porque eran esos silencios de secretos que se llevan a la tumba y de los que es mejor no saber nada.
Sebastián, el más chico de mis hijos, comenzó a quedarse en la casa. No quería ir al colegio porque prefería estar más tiempo con su mamá que lo tenía preocupado, o al menos eso fue lo que dijo. Cuando Elisa por fin se quedaba dormida -tras ingerir una sopa de calmantes con dos tragos fuertes de un ron añejo que encontró en el comedor- Sebastián vagaba por la propiedad sin rumbo. Recorría todos y cada uno de los rincones, hurgaba en cajones, leía escritos sueltos que encontraba en la biblioteca, revisaba baúles antiguos cubiertos de polvo y telas de araña. Encontró cartas de amor, cartas de odio, amenazas a la familia; fotos, recortes de diarios donde aparecían uno o más Reina Nores como protagonistas de las noticias o los avisos fúnebres; rosarios, velas, cruces de todos los tamaños, materiales y colores; muñecos vudú; armas antiguas de todo tipo. Trepado en la alacena de la cocina, descubrió una lata llena de billetes viejos y amarillos, ya sin valor pero eran un montón.
Guardó todos sus tesoros dentro de una valija de cuero vieja que encontró abandonada en su dormitorio. Sobre la cama, dejó tirada su mochila del colegio vacía, una carpeta en la que ordenó por fecha las cartas y dentro de un folio, metió sin método las viejas fotos. En la tapa pegó una hoja en blanco y escribió: La herencia. Las hojas que arrancó de Matemáticas, Historia y los pocos dibujos que hizo en Artes Visuales junto con algunos libros de cuentos, quedaron desparramados en el piso.
La última vez que lo vimos, fue una noche en la que al volver del trabajo no podía encontrar la llave de la habitación por ningún lado. Fui al comedor a preguntarle a mi mujer si la había visto, ella estaba con Juan Pablo comiendo un sándwich. Llamamos a Sebastián y él no respondió. Lo buscamos frenéticamente por toda la casa sin separarnos, gritamos su nombre por cada ventana hacia el parque helado, cruzamos todas las puertas abiertas y al atravesar el lavadero a la altura del baño de servicio, lo vimos que caminaba dormido con su pijama grisáceo, valija en mano, directo hacia las escaleras.
Angie Ferrero
(1980, Córdoba, Argentina) Escritora, abogada, docente. Participé en diferentes publicaciones colectivas, entre ellas, Letrario (Ed. Babel, Córdoba, 2006), Luna de pájaros (Ed. Mensú, Córdoba, 2015) y Muertos de amor y de miedo (Ed. La Terraza, Bs.As.2016). Recibí mención especial en el concurso Tres Tríos, Daniel Goldberg (Bs. As., 2010) y en el Concurso Poesía 2011 José Luis de Tejeda, Córdoba; obtuve el tercer premio en el concurso Nacional de poesía Paco Urondo de Villa María. Publiqué “La soga en los pies” libro de poesías (Ciprés Ediciones 2012) “Le Poupé” (Ed. Nocturna 2014) y “La Corriente” (Color Ciego Ediciones, San Luis, 2019). Escribí para Cassette Blog (México) y el diario Marcha (Bs.As.) sobre música, para Ay Mag sobre arte y una columna de interés en la revista Desterradxs. Mis cuentos de terror fueron publicados en El foso por Austrobórea Ediciones (Chile) “Las 3” en Taco Aguja por Pelos de Punta (Bs. As.) “Silencio a la medianoche” de Contamusa Ediciones (Córdoba) y “Dioses de mármol” (Córdoba). Otros cuentos publicados fueron “Julia” por el diario Hoy Día Córdoba, “Monstruos desempleados” en El Pequeño Jerónimo y un par de cuentos en Revista Gualicho.
Blog: http://fugitivadelcoroneldesaforado.blogspot.com/ Instagram: @ferrero_angie Fb: Angie Ferrero
Poeta, cronista y narradora, Angie Ferrero viene tejiendo desde hace años una obra variada y consistente, incursionando en diferentes géneros narrativos, especialmente el terror y el misterio. En el presente relato, nos regala con una narración de misterio en apariencia sobrenatural, situada en una época difusa que podría ser la Córdoba de los primeros años del siglo XX. Una pieza que haría las delicias de los lectores de Gaston Leroux.