Rosario, treinta de enero de 1881
Al Doctor Lucio Meléndez,
Director del Hospicio de las Mercedes
Atendiendo a su solicitud, remitimos una copia del interrogatorio realizado en la ciudad de Rosario, con fecha del 17 de diciembre de 1880, en el juzgado de primera instancia en lo criminal a cargo del que suscribe, cuya acta fue labrada por el secretario del juzgado en referencia a la declaración que el acusado, Aniceto Cruz, atestiguó luego del juramento de decir la verdad. De esta manera, este tribunal exhorta su traslado e inmediata internación, rogando que vuestra merced encuentre el tratamiento adecuado para el penado, así como cualquier otro procedimiento que crea pertinente.
Doctor Emilio Croce
Juez en primera instancia
«Que Celestino Pérez fue un valiente no lo duda nadie. Yo estuve ahí, lo vi con mis propios ojos. Un hombre que ya había forjado su reputación en Cepeda, que estaba siempre dispuesto a honrar la causa y a ensillar cuando hacían llamar a las demás provincias. No voy a negar que éramos amigos, porque en la tropa todos los son, pero le aseguro que durante la última campaña conocí bien al hombre. Un federal hecho y derecho, de palabra. Lo que hizo después de Pavón, no lo supe hasta la noche de ayer, tal y como se lo cuento. Pero déjeme empezar por el principio, para que entienda la naturaleza del entrevero que estoy a punto de atestiguarle.
El día apenas clareaba frente a la estancia de Domingo Palacios. La brisa mansa barría las pasturas y arrastraba un perfume verde y húmedo. Como un alambrado de carne y hueso, los cinco mil que pertenecían a la infantería del General Urquiza, cubrían el frente del edificio. Atrás, en lo alto de la lomada, habían dispuesto las piezas de artillería. A los montados, en cambio, nos habían partido en dos para ocupar la izquierda y la derecha de la tropa federal. Ahí estábamos, a punto de desatar la borrasca, formando una línea de caballos y hombres, con el semblante sombrío de los nuevos y la mirada domada de los que veníamos jugando a la guerra de los otros desde hacía un buen tiempo. Ahí también, inmóvil sobre el campanario de la estancia, había una lechuza que oteaba el paisaje. Como si hubiera adivinado lo que se nos venía encima, la vimos volar, lejos de las figuras que se acomodaban sobre la cancha.
El general dio la orden y reventamos en gritos. El estruendo de los cascos anunciaba la tormenta. En ese mismo momento, los fusiles abrieron fuego sobre los uniformes del ejército porteño. Acostumbrados al oficio, penetramos la línea enemiga como una sola lanza y, envueltos en la polvareda, nos abrimos paso entre los cuerpos de hombres y bestias. En pocos minutos, como venía sucediendo cada vez que nos enfrentaban, superados en arrojo y habilidad, los jinetes porteños pegaron la vuelta, se desbandaron y los perseguimos más allá del Arroyo del Medio. Esta vez, los entrerrianos se quedaron parados junto al General, pero nosotros aprovechamos la oportunidad para asegurar que en la provincia, también se sabía lancear.
Celestino Pérez, veterano de Cepeda y miembro del Décimo Regimiento de Caballería de Santa Fe, también hizo lo suyo: iba a su lado cuando lo vi clavar el aguijón en el pecho del primer infeliz que enfrentó. Sé que dejó su lanza incrustada en el cuerpo de otro y, como el resto, en la carrera aplastó con su bayo a varios caídos. Pero como suele suceder en los entreveros de la guerra, por más que se pelee bien, a veces las cosas se tuercen. De lejos, aunque ocupado en mis asuntos, vi de reojo cómo un potro sin su jinete y con los ojos desorbitados, le quiso pasar por encima. Como podría esperarse, la maniobra le espantó el bayo, lo arrojó al piso y, muy a su pesar, tuvo que usar los pies. Así, de puro guapo que era, a pie y con el pecho inflado, enfrentó a más de uno que, como él, andaba sin su cabalgadura. Quise darle una mano, pero había que seguir persiguiendo a los cobardes. La cosa es que, cuando los porteños no eran más que una nube de polvo camino a San Nicolás, dimos la vuelta para ver qué había sido del resto. Y ahí fue que lo vi.
Celestino Pérez, en el suelo, apoyado contra un tordillo muerto, sostenía la mitad de una chuza que le entraba por el costado del vientre y, sin embargo, sonreía. Los hicimos rajar de lo lindo, dijo, cuando lo subieron al caballo, y ya estaba muerto cuando lo bajaron en el Oratorio Morante. Después supe que lo enterraron ahí mismo.
No voy a hablar aquí de qué fue lo que pasó en Pavón, porque no viene al caso en esta historia. Lo cierto es que, en pocos días, nos enteramos que habíamos perdido y, sin embargo, nos juntamos en Cañada de Gómez a esperar las órdenes del General. Qué nos íbamos a imaginar que los canallas nos iban a caer de noche, mientras dormíamos. Los que no fuimos degollados esa noche, a la fuerza fuimos incorporados al ejército de Mitre y, como buenos federales, desertamos apenas se descuidaron.
Así pasamos unos años, eludiendo a la parca, sin poder regresar para no poner en peligro a la mujer y los críos. Algunos, todavía luchando; otros, dedicados al bandidaje, escondidos entre la peonada o tras la frontera. Todos, esquivando a las cuadrillas que intentaban borrar la sangre federal del territorio hasta que, poco a poco, las matanzas contra los que llevábamos tatuada la divisa punzó parecieron llegar a su fin. Como le decía, yo crucé el río y terminé en una estancia cerca de Nogoyá. Ahí me dejé entusiasmar con las ideas de ese gran líder llamado López Jordán y, quizá por eso, mi gracia empezó a sonar entre los sospechosos que asaltaron el Palacio San José. Y aunque nunca nadie pudo atestiguar ninguna de las dos cosas o se cuidaron muy bien de hacerlo, cosa que viene a ser más o menos lo mismo, le aseguro que yo no tuve participación en el asesinato de ese traidor. Así que, como la cosa se estaba ensuciando del otro lado del río, decidí instalarme acá y deslomarme como estibador en el puerto.
Lo cierto es que así como las aguas del Paraná cambiaron el paisaje, la corriente no tardó en borrar de la memoria las desventuras de los que peleamos por una patria federal. La verdad es que nunca pensé que me quedaban algunos naipes más por jugar. Y vea lo equivocado que estaba, porque anoche, en una fonda de mala muerte del Bajo, rodeado de prostitutas, marineros borrachos y delincuentes, tuve que mirar dos veces hacia la puerta antes de que el convencimiento me congelara el alma: Celestino Pérez, veterano de Cepeda y Pavón, miembro del Décimo Regimiento de Caballería de Santa Fe, aquel que había visto morirse en el campo de batalla, acababa de entrar al boliche.
Se lo juro por la causa y por la virgencita de Luján, señor Juez. Lo raro, si ya no es raro encontrarse con un aparecido de carne y hueso, es que era una copia del otro, como si se hubiera quedado detenido en el tiempo, ¿me entiende?, pero ahora, en vez de estar de paisano, iba vestido como un porteño. El susto, que al revés de lo que se cree, sí es cosa de hombres, me devolvió la compostura y, ahí nomás, sin perder el tiempo, busqué el mango del cuchillo que llevaba escondido en la espalda. Pero vea como fue la cosa, porque cuando estaba a punto de usarle el cuerpo como vaina, aprovechando las tinieblas del boliche y convencido de que aquella aparición merecía volver al camposanto, vi que el recién llegado ya no estaba solo. Ahí fue que se le arrimó el marinero extranjero, empedado hasta los huesos. Porque el que había sido Celestino Pérez, señor juez, apoyado en la barra de zinc con esos aires de estanciero, atraía los ojos de todo el boliche. Y si no bastara con eso, varias veces le vi levantar la mano para avisar que la ronda de ginebras corría por su cuenta, cosa festejada como Dios manda por toda la piara que se había ido arrimando para rapiñar su fortuna. Entonces, cuando la fonda se fue vaciando, el que había estado vivo le susurró algo al extranjero, señalando la puerta. Ya era tarde cuando los dos hombres salieron de la fonda y, tras ellos, fui con mi sombra.
Ahí fue que la yunta avanzó en dirección al río, esquivando la roña que se juntaba sobre el empedrado. Vio que a medida que uno se acerca la costa, la niebla que vomita el Paraná se hace cada vez más espesa y el tufo a pescado podrido se le mete a uno hasta los pulmones. El asunto es que llegué al edificio de aduanas, bajo la luz del último farol a gas y, antes de adentrarme en la noche, saqué el cuchillo y me acordé del padre, del hijo y del espíritu santo. Filo en mano, caminé el barrial bajo la luz de una luna, apenas cubierta por las nubes negras. Le aseguro que en vano los busqué en el laberinto de botes, redes y cajas. Entonces me detuve a escuchar la noche y, como si esta me hubiera respondido, sentí el grito. Esquivando charcos y ratas, corrí la costa hasta la zona de las barrancas. Creo que ya era tarde, porque la claridad del este no se demoró en enseñarme unas huellas: seguían a lo largo de la costa fangosa, giraban a la izquierda y se acercaban a la pared de la barranca. Ahí me encontré la entrada de un túnel y, en el fondo, una vela encendida. A esa, le seguía otra, más adelante. Puse una mano sobre la pared de tierra húmeda para guiarme y seguí el rastro de velas hasta que la luz se hizo más intensa. Al final del túnel sentí el tufo a podrido y me encontré con una especie de gruta, como ya le habrán contado los de la policía. Estaba iluminada por varios candelabros y, al fondo, contra una pared de maderos, en vez de una virgencita, había una especie de altar. El marinero, bañado en sangre, estaba acostado sobre la mesa de piedra. O lo que quedaba de él, porque le habían abierto la molleja y le habían sacado las tripas. Le aseguro que el cuerpo todavía le humeaba. No, ahí no llegué a verlo, señor Juez. Sólo sentí que me agarraban de atrás, me levantaban con la fuerza de un toro, y me tiraban contra el cadáver. En el revuelo, perdí el cuchillo. Enseguida quise ponerme de pie, pero me refalé en las tripas y me tuve que agarrar del pobre cristiano carneado. Fue entonces que sentí el mango del puñal que el marinero llevaba escondido en el saco.
Cuando el que fue Celestino Pérez, veterano de Cepeda y Pavón, antiguo miembro del Décimo Regimiento de Caballería de Santa Fe, se me acercó sonriendo, le hundí el filo en el pecho como un rayo, hasta el gavilán. La sorpresa le invadió la jeta, pero los ojos inyectados de sangre no eran esos otros, los del federal que había cabalgado a mi lado. Como si fuera un brasero encendido al que se le echa agua, el cuerpo le empezó a humear. Para asegurar el asunto, agarré un candelabro y se lo eché encima. Las ropas, de tan buenas que eran, se le encendieron enseguida. Así, con la estaca en el pecho, ardiendo como el ñandubay y gritando como un chancho, salió por el túnel. Yo me le fui atrás, para rematarlo en la costa, pero cuando salí de la cueva, con los ojos un poco achinados por el sol que ya alumbraba el día, lo único que alcancé a ver fue cómo el cuerpo se convertía en una hoguera hasta que el cuchillo del marinero cayó sobre el barro. Ni las cenizas quedaron, señor juez. Por la causa federal se lo juro».
Matías Castro Sahilices
(Rosario, 1979) Es narrador, pequeño editor y diseñador editorial. Imprimió fanzines, fundó editoriales artesanales y publicó revistas digitales. Actualmente edita la revista federal de relatos western Salvaje Sur. Asimismo, colabora con el Centro Editor Municipal de San Martín de los Andes, el Fondo Editorial Neuquino y diversas editoriales. Su primera novela, Barcelogasona, será publicada este año.
Editor y diseñador editorial, Matías Castro Sahilices es también un narrador dotado de un oído finísimo para reconstruir paisajes y épocas de la historia. Federal en su visión del hacer y difundir artístico, es un nombre clave que sonará cada vez más seguido entre los amantes de la buena literatura de ficción. El relato de hoy es una declaración policial acerca de los extraños –e inverosímiles, pero tan ciertos como sangrientos– hechos que rodean los dos decesos del mentado Celestino Pérez.