Autor
Juan Mannino
Ganador de una Mención en el Noveno Concurso Literario de Acic 2023
I
El francés discurre en relatos de Latinoamérica, harto conocidos para mí aunque siempre interesantes de escuchar. Sobre todo cuando los europeos te cuentan de la selva amazónica o de la ciudad de Méjico; poco me importa, en cambio, cuando quieren hablarte de tu país. Cuando hacen eso, trato de cambiar la dirección de la conversación o invitarlos a bailar.
Do you want to dance?
Bien sûr madame.
Apenas toma mi mano, nota la cicatriz tatuada en mi antebrazo. Mira y sonríe sin preguntar. Me gusta.
Los muebles industriales se van desvaneciendo junto a la tenue luz de filamento. Se proyectan en la pared los sonidos de FKJ. El músico improvisa en un piano blanco impoluto sobre el salar de Uyuni, encima de una pista noise que contrasta exquisito. La DJ mete sus dedos blancos para fundir un nuevo track. Al mismo tiempo se invierten los colores del proyector. Floto en el espacio, me voy en el flow, me chapo al francés. Y casi de inmediato me invita a su hotel.
Su lengua no tiene la misma habilidad que para los idiomas, pero en algún lugar nos encontramos, entre la necesidad hormonal y el falso misterio de lo desconocido. Entonces todo va mejor. Me refiero hacia el goce, hasta que él dice algo así como:
Oh, te mueves como una medusa.
Su comparación me paraliza entera.
La medusa –no el animalito de mar al que se refería el francés sino la medusa ciborg de mi barrio – había sido la responsable de mi quemadura, de mi cicatriz, mi tatuaje accidental. El flashback es instantáneo, me seca completamente y también se desvanece su erección.
El forro me queda adentro, con su esperma. Así descubro que algunos varones eyaculan sin tener un orgasmo (¿o acaso toda esta situación le generó un orgasmo repentino al francés?) Entonces, otra vez al hospital para ponerme la inyección antitodo (antídoto de las ETS), y luego a la farmacia para conseguir la pastilla del día después.
II
Que grasa el del frente. Puso esa conexión de cuarta y llenó el espacio aéreo de cables me dijo la vecina, cuando iba llegando a casa.
¿Quién dice “espacio aéreo”? ¿Y cómo son las conexiones wifi sin un cable tensado por ahí? Así conocí a Milagros. Milagros de García, como se presentó.
¿Acaso esa especie de dron psicodélico que tiene usted no invade también el espacio aéreo? le pregunté sin preámbulos.
Si te referís a mi Medusa, claramente no tiene cables, y más bien embellece este barrio, que poco tiene de lindo.
Me quedé sin palabras, tenía razón en todo. Solo que Medusa, aparte de ser un objeto de exquisito diseño, también era como una mininave que invadía a los vecinos. Al menos en eso también coincidía con Chema, el de mantenimiento.
Señorita, le informo que las micro naves no tripuladas de uso doméstico están permitidas, me decía la policía, la municipalidad, defensa civil. Yo denunciaba a Medusa por impotencia, porque no podía denunciar a sus dueños: uno ministro, la otra legisladora. La verdad, más allá de su intromisión, Medusa no ha hecho nada sospechoso, al menos desde que vivimos acá con mis hermanos. Cada día hacía más o menos lo mismo: flotaba en el aire con sus movimientos ondulantes, iluminaba los senderos de cemento con su falsa luz natural –que juntaba por el día y reciclaba por las noches–, regaba los jardines… A mis hermanos les encantaba; mi gato, en cambio, ponía los pelos de punta cada vez que pasaba cerca.
Yo tenía cierta intuición con lo que refractaba ese objeto. Y quería hablarlo con alguien, chusmearlo con algún vecino, como en un verdadero barrio. Medusa no hacía nada concretamente sospechoso en general, pero sí sutilmente sospechoso para mí. ¿Por qué se detenía tan cerca de los vecinos cuando eran dos o más quiénes estaban conversando? Lo hacía por unos segundos, como si estuviera tomando la temperatura con un infrarrojo. A veces parecía estar meditando por cuenta propia, haciendo unos sonidos de murciélago –aunque más latosos– al girar sus ventosas, que a la vez ondulaban en sus tentáculos haciendo notar cierto relieve en su forma. Aquellos brazos parecían tener pequeñas burbujas que trataban de desprenderse de su ser, con personitas dentro y vinculadas a una Inteligencia Artificial superior, tal como sucede con los brazos de los pulpos en donde cada uno es un cerebro en sí mismo que responde a otro central… ¿Sería igual con las medusas? ¿Y con esta medusa?
Los pulpos y las medusas son capaces de manipular su genética y comunicarse en código morse. ¿Y si esta medusa ciborg también lo podía hacer? ¿Con quién se comunicaba? Podía estar horas divagando acerca de lo inextricable de este Ser. De ahí quizás viniera la idea de tatuarme tentáculos en mi antebrazo. Me fasciné investigando sobre la especie hasta que me acordé que ya era hora de chequear a mis hermanos y organizar la cena. Sus ojos autistas tenían el mismo nervio que las ventosas de Medusa. Aunque sus ojos no sonaban, sus bocas sí lo hacían: uno con el bruxismo y la otra haciendo ventosas contra el vidrio de la pared. Se ve que hacía rato que estaban en esa porque el vidrio de la ventana ni se distinguía de empañado.
Generalmente, el encuentro con mis hermanos en casa, al atardecer, marca el final del día.
III
¿Querés un poco de limonada? le dije sonriendo a Chema mientras abría mi latita de Ipa.
Claro, esa es limonada de la buena, contestó riendo y parándose al frente del banquito donde yo estaba.
Siempre parado. Chema nunca se sentaba, ni siquiera cuando había la proxemia necesaria.
Ni bien se dispuso a tomar, sentimos a Medusa flotando cerca, lo que me dio pie para sacar el tema.
Siempre anda este Gorrito por acá, ¿no señorita? me comentó él, como sabiendo de antemano que yo quería hablar de Medusa. Debe ser la única persona del barrio con la que puedo tener cierta conexión.
Ah, vos le decís “Gorrito” a ella.
Sí, para mí es como el gorrito del hombre invisible.
Reímos. A unos metros se aproximaba mi vecina.
Ahí viene la señora García a hacerte compañía, yo me voy al fondo, no vaya a ser que me pida algo de nuevo.
Dale, déjame con el perno, total, le dije cuando ya se iba.
Hola, querida. Disculpame, ¿no lo viste al de mantenimiento? me preguntó Milagros.
No.
Ok. Ya que te tengo acá, quería preguntarte… ¿Hay algo que te haya molestado de nosotros?
Pensé en decirle que sí, la sola y “amenazante” presencia de Medusa, aunque no era algo que ellos hayan hecho directamente para molestarme.
Me encogí de hombros.
Entonces, ¿por qué mandás tu gato a dejar sus “cositas” en nuestro jardín?, se contestó a sí misma la señora.
Yo no lo mando, me parece que sigue a la Medusa. Creo que le gusta… ¿No estará en celo su “mascota”?
¿Cómo sabía ella que era la caca de mi gato, entre tantos que hay por acá? O lo vio in fraganti –cosa extraña porque mi gato es muy cuidadoso con eso–, o Medusa lo delató. Quizá, como yo creía, la mascota flotante de los García tomaba imágenes como hacían los drones, y después ellos se la pasaban viendo la “vida” de nuestro barrio desde el SmarTv de su living.
IV
Amanecí con el recuerdo de un sueño horrible: García se comunicaba con todo el barrio a través de su holograma, que emergía desde el fuego celeste de la hornalla de mi propia cocina, como si fuera el Gran Hermano posmoderno. Nos hablaba de la nanotecnología, de unos receptores que teníamos en la nuca y un minidron personal que nos seguía todo el tiempo y le reportaba todo lo que hacíamos; en realidad, primero se reportaban a Medusa, y luego Medusa a él. Yo buscaba a mi gato y no aparecía por ningún lado. En cambio, veía el espectro de García sonriendo, macabro, devorando una hamburguesa de carne sospechosa.
Todo eso me sacaba de eje. Intuía que la carne de la hamburguesa era la de mi gato, que García se había vengado por lo de la caca en su jardín. Entonces me cruzaba para agarrar la caca, apretarla con mi mano contra su puerta de roble y hacer lo propio con el timbre. Me pasaba la mierda por los labios hasta que su cámara, Medusa, y toda la nanotecnología de mierda, me delataban. Uno de los García abría la puerta, o quizá llamaban a la policía, o tal vez ya lo tenían transformado a Chema como seguridad para reprimirnos, mientras, mis hermanos me veían y hacían lo mismo, copiando a la mayor. La cosa se iba poniendo cada vez más violenta: Milagros de García se burlaba de la condición de mis hermanos, y entonces yo le barnizaba la cara con lo que quedaba de mierda.
Así estuve hasta que sentí una mezcla de orgasmo y muerte que me paralizó y desperté.
Eso se siente cuando te pica una medusa, al menos una medusa ciborg: una especie de electricidad desconocida se apropia de cada nervio de tu cuerpo y quedas inconsciente del dolor, de un dolor con un dejo a placer.
V
¿Acaso no fue un sueño toda esta cibervigilancia de los García? ¿Por qué me picó Medusa? ¿Me picó Medusa? ¿Por qué tengo esta cicatriz tatuada? Me pregunto todo esto cuando el francés compara mis movimientos con los de una invertebrada gelatinosa…
VI
Renzo ¡Renzo, mirame!, le dije a mi hermano.
Sobre que le cuesta concentrarse, se pierde viendo a Medusa desde la ventana. Y Carla lo mismo, aunque más por copiarle el hábito a su hermano que por iniciativa propia. Se mueven un poco así ellos, como emparejados. Pero es cierto que a ese hábito copiado de pura impavidez, ella le agrega una especie de meneo en su labio inferior.
Es un robot, no es gran cosa, vamos chicos, ya está la comida, les avisé.
Vinieron uno encima de otro, como a caballo, Renzo arriba de su hermana y haciendo unos pases ondulantes con las manos, seguro que tratando de imitar el dancing de Medusa. Entonces agarré el papel de aluminio que me sobró de la cocina y los envolví. Les puse una cacerola en la cabeza y les dije que ahora todos éramos robots, que teníamos que ir al patio para cargar nuestras baterías solares. Rieron, se revolcaron, jugaron. No comieron. Mi gato nos miraba de reojo y, no muy sorprendido con nuestro despliegue, se iba hasta el patio del vecino para perseguir a Medusa, o a hacer sus propias necesidades, quién sabe.