El viento encrespa la superficie del agua. Irene la observa desde la orilla del canal. Pronto caerá la noche. El último sol, de un dorado pleno, se acelera en la corriente. Río de montaña, se recuerda Irene. “No importa quién se lo proponga o cuánto se esfuerce en tratar de domesticarlo, la esencia del río es fría y veloz y conserva, agazapada, la plenitud de su potencia; no se trata de paciencia, sino de una certeza sobre la verdadera naturaleza del tiempo”, recita.
Pero el paisaje no es andino; es una planicie rojiza que se extiende, salpicada de rocas y cráteres, hasta donde llega la vista. Es un recuerdo de su segundo hogar, el que se fundó en los libros cuando leyó Crónicas Marcianas a los quince años.
El sol está bajando y, aunque ya no hay viento, siente frío. Entra en el dormitorio y cierra el ventanal. Los jazmines que puso sobre el escritorio perfuman el ambiente. La casa tiene ese aire minimalista que detestaba cuando se puso de moda en los countrys, pero su geometría limpia le gusta, la ayuda a pensar. Busca la vieja manta y se abriga, envolviéndose en su sillón.
Se acuerda de cuando era chica y sus compañeras de primaria repetían su nombre como un cantito con algo de trabalenguas: Irene Araoz, Irene Araoz… En aquella época le dolía, no entendía por qué la molestaban, por qué le decían bruja. Aprendió a firmar usando solo sus iniciales o con un garabato ilegible. Aprendió a fingir que no le importaban las miradas de costado, los cuchicheos seguidos de risitas maliciosas o que la hicieran sentir siempre fuera de lugar. En la secundaria se amigó con su nombre –con todo lo que ella era, en realidad– e inició el camino que la ha conducido hasta donde está. Ahora incluso le gusta jugar con su sonoridad: Irene… Como piedritas en el agua… Irene… Como murmullo entre las hojas… Irene… como perfectas líneas de código…
Piensa en volver a la casa del bosque. O a la casa frente al malecón, donde el cielo siempre es turquesa. No está prisionera en la simulación –nunca fue más libre que ahora, viajando en compañía de lxs chipchis–; puede salir o cambiar el escenario a voluntad, pero a veces se queda tanto viviendo en alguno de los espacios que ha creado que se olvida de que tiene ese poder.
Siente el paso del tiempo. No en el cuerpo –hace añares que no tiene cuerpo–; lo siente más dentro de sí, en un sitio muy pequeño, en un punto de anclaje que es como un universo plegado, como una singularidad que se estira hacia adentro, albergando su memoria. Se pregunta cuánto más resistirá antes de desgarrarse. Ha vivido tanto, ha visto tantas cosas. No habrán sido naves en llamas más allá del hombro de Orión ni rayos–C brillando cerca de la Puerta de Tannhäuser, sonríe, pero ha visto a la humanidad a punto de destruirse colapsar por fin y volver a levantarse, restaurar la biósfera, abrirse al mutualismo, iniciar la diáspora, y todo lo que vino después.
Víctor y ella prefirieron quedarse, continuar con su trabajo en la base submarina monitoreando la recuperación del océano; tenían un equipo de colaboradores fabuloso, recursos ilimitados, la oportunidad de ir tan lejos como quisieran. Hubo tiempos felices, aprendizaje, verdadera sensación de propósito. Luego, la enfermedad, el dolor, el deterioro. Recuerda cuando le hablaron del procedimiento, cuando le ofrecieron digitalizar su conciencia. Recuerda que al principio se rió, bromeó hablando de la semivida, le preguntó a Víctor si la visitaría para pedirle consejo como Runciter en Ubik, pero él no se rió.
Le dijeron que no sentiría nada, que podían garantizarle una transición segura e indolora; por supuesto, era mentira.
Adaptarse a su nueva condición fue como ir saliendo de un coma y tener que aprender nuevamente cómo realizar cada acción, cada proceso, pero con la intolerable picazón de infinitas terminales nerviosas que nunca volverían a estar ahí. Ahogos, estallidos de dolor, brotes psicóticos, reinicios a puntos previos, backups y backups que se borraban pero que iban dejando sombra. Al final la pusieron en línea y, alojada en un procesador central, tomó control de la base. Nunca le preocupó su categoría ontológica. No quiso saber qué había pasado con el que había sido su cuerpo. No se preguntó si era una identidad trasplantada o una mera copia. Le dijeron que el procesador vocal lograba una buena reproducción de su voz y les creyó. Ella era –es– Irene Araoz.
La relación que tenía con Víctor casi no cambió. El contacto físico nunca había sido condición de posibilidad y perdió toda importancia incluso antes de la enfermedad. Todavía se amaban y todavía podían compartir todo aquello que les importaba. Retomaron las largas conversaciones que solían tener de madrugada, volvieron a hacer planes e imaginar proyectos, y su vínculo se hizo aún más fuerte.
Por eso, cuando todos los demás se fueron yendo y él se quedó, cuando no quiso abandonarla, cuando la base misma se volvía difícil de sostener, Irene hizo todo lo que pudo para preservarlo.
Comenzaron a utilizar la cápsula de biogel que antes había conservado en estasis su cuerpo. Mientras ella controlaba los sistemas de la estación y continuaba con el monitoreo de los procesos que investigaban racionando los recursos al máximo, Víctor dormía por períodos cada vez más largos. Lo reanimaba solo cuando era necesario realizar alguna verificación o tarea de mantenimiento que la excedía.
Se decían que así lograrían ver juntos la llegada de una Nueva Era para la biota de la Tierra, la que seguiría, definitiva, cuando se extinguieran los alcances del antropoceno. Soñaban con un salto de proporciones similares a la Explosión Cámbrica. Pero un día él no pudo recordar el comando para abrir un compartimiento de carga.
Al principio fueron pequeñas cosas –curiosas equivocaciones, olvidos inexplicables–, pero aumentaban con cada despertar. Primero fue perdiendo la memoria a corto plazo, luego la concentración y la habilidad de realizar tareas más complejas. Cuando Irene logró convencerlo de hacer un examen más profundo, vieron el daño neurológico. Parecía de origen natural, compatible con el tipo de enfermedad degenerativa que comienza décadas antes de que se evidencien los primeros signos, pero era posible que los períodos en estasis y las sucesivas reanimaciones hubieran acelerado el proceso.
No había mucho que pudieran hacer. No tenían acceso a tratamiento médico más allá de lo que pudiera proveer el bot asistente en el gabinete de enfermería de la base y no había a quién pedir ayuda –por lo que sabían no quedaban más humanos en la Tierra y hacía años que no captaban comunicaciones de afuera–. Dejar de usar la cápsula no era una opción: la base ya no podía proporcionar soporte de vida más que durante un par de días; gran parte de los cultivos se habían perdido y apenas producía alimento; el único modo de sobrevivir era durmiendo por períodos cada vez más largos.
Irene comprendió de pronto que lo vería empeorar poco a poco sin poder hacer nada para ayudarlo.
La idea del deterioro progresivo, inevitable e irreversible fue demoledora.
Víctor se encerró en sí mismo. Se concentró en el trabajo, en completar una tarea a la vez, y las conversaciones se hicieron cada vez más breves y esporádicas. Siempre le habían gustado los modelos a escala y retomó el hábito de construirlos. Fabricaba las piezas en la impresora 3D y pasaba las horas de descanso arqueado sobre su escritorio, con los dientes apretados, ensamblando aviones que cabían en la palma de la mano. Con esa producción febril pobló el camarote que habían compartido. Era como colgar amuletos para luchar contra una niebla que avanza borroneando el sentido de las cosas.
Ese era el estado de situación cuando llegaron lxs chipchis.
En un mundo sin humanos, la antena que continuaba transmitiendo era como un faro diminuto gritándole a las estrellas, y lxs chipchis escucharon.
Se detiene. Le parece oír un goteo. Un sonido nítido, cristalino, que se repite. ¿De dónde viene? Se pone de pie e intenta encontrar la causa, pero ya no está. Se acuerda de las filtraciones en la base, del agua ganando los compartimientos; se ríe, inquieta, preguntándose si debería preocuparse también por el mantenimiento de estas instalaciones.
Sabe que quienes habitan esta nave cuyo funcionamiento no comprende son la suma de su especie, no huyen ni tienen dónde llegar, viajan por curiosidad. Sabe que, al captar su señal, no dudaron en atravesar el sistema, posicionar su nave en órbita y arrojar una sonda sobre el océano –ella hubiera hecho lo mismo–. Uno de sus exploradores, un artrópodo traslúcido, rastreó la antena y halló la base.
Por fortuna, si bien nunca se habían encontrado con seres humanos, lxs chipchis ya habían tenido contacto con el Enjambre; estaban familiarizadxs con inteligencias inorgánicas y formas de vida sin soporte biológico, su propia especie había superado esas dicotomías mucho tiempo atrás. No les costó identificar a Irene y hacer los primeros intentos de comunicación.
Para ese momento, la base estaba a punto de colapsar y Víctor apenas se acordaba de quién era. Con cada despertar había ido vaciándose un poco más; su estado se había vuelto tan precario que cada vez que entraba en la cápsula se despedían. Irene recuerda la intensidad de las palabras, el temor a que quedara algo por decir, la necesidad de dar consuelo, el repetido desgarro de cada una de esas despedidas. Pero cuando descifró las señales y comprendió frente a qué se hallaba, la tristeza, la frustración y la angustia que la ahogaban se trocaron en curiosidad y expectativa. Se dio cuenta cuan sola había estado.
Casi de inmediato quedó claro que lxs chipchis no podían hacer nada por Víctor o por la base, pero ofrecieron llevársela a ella, sacarla de allí antes de que el agua de los compartimientos inundados llegara al sector central y acabara con todo.
Despertó a Víctor y volvieron a tener una conversación de madrugada. Le habló de la situación de primer contacto, de la oportunidad de irse. Le dijo que ya no se podía hacer más, que habían llegado al final del camino, que debían aceptarlo. Recuerda que terminaron de subir al satélite los paquetes de datos con los últimos resultados de su investigación –¿para qué? ¿para quién?– y Víctor quiso volver a dormirse.
Se revuelve, incómoda; tiene un sabor amargo en la boca. ¿Sucedió así? ¿De verdad?
Quizás le gusta pensar que él estuvo de acuerdo, que se alegró de que ella pudiera irse, para no recordar su enojo, su pena, su miedo, su desesperación, para no recordar que no pudo abrazarlo, que lo abandonó cuando más la necesitaba.
De pronto le urge dejar esa casa tan fría. Repasa con prisa los comandos, desarma la simulación. Los muebles, el sillón, la vieja manta, cada objeto que ha construido minuciosamente, todo se esfuma; las paredes lisas se deshacen, la planicie roja desaparece; lo último que deja de percibir es el aroma marchito de los jazmines. Ahora mira por una ventana. Hojarasca mojada por la lluvia, troncos, ramas, las guías retorcidas de una enredadera. Tantas texturas, tantas formas del verde, hojas sobre hojas. Se siente confusamente reconfortada. Es como estar en una cabaña en medio de un bosque. Pero la comprensión emerge despacio. Recuerda que esa imagen viene de otra parte. Es la vista desde el dormitorio de su madre, la ventana que da a ese gran jardín que construyó durante cincuenta años. De pronto siente miedo. Se da cuenta de que está sentada sobre la cama. No quiere mirar por sobre su hombro, no quiere mirar hacia atrás. Quiere desarmar la simulación como quien manotea en la oscuridad buscando lo que enciende la luz.
Durante un momento que le parece larguísimo se queda rodeada de un vacío muy blanco. Piensa en ese punto diminuto, en la singularidad que alberga su memoria, su identidad. Se pregunta si puede seguir confiando en ella, se pregunta –con creciente temor– por la decrepitud de la percepción, de la capacidad para razonar o para experimentar y procesar emociones.
Hace un esfuerzo por evocar, pero no es como recorrer la cinta de una película repasando los fotogramas en orden ni como tomar de los infinitos estantes de la biblioteca un libro determinado sabiendo dónde buscarlo, se parece más a pescar de un pozo sombrío.
Quiere recordar la primera vez que buceó, cuando supo que quedaba unida para siempre a ese azul, o la última vez que Víctor la tomó de la mano, sabiendo los dos que era la última vez, o cuando lxs chipchis la trajeron a bordo y le compartieron el testimonio de sus viajes explorando este otro océano hecho de estrellas y de tiempo; sin embargo, lo que le viene a la mente es galopar bajo la lluvia en una yegua tordilla, el aguacero pegándole en la cara, la sensación de poder, de libertad… pero ese recuerdo no es suyo, es de su madre, se lo contó con vívido detalle cuando estaba ya muy enferma, cuando el cuerpo se le había vuelto una carga intolerable.
Le da vértigo entender.
Se empecina en un chequeo diagonal y apenas puede avanzar; el daño es extenso. Se pregunta cómo pasó, cómo pudo pasar, pero comprende que lo primero que hizo el deterioro fue socavar los puntos de control, la capacidad de autodiagnóstico. La asusta la fragilidad de su estado, no haber podido reconocer las señales. Siente que las certezas se le escapan bit a bit, como en un goteo, un goteo que se vuelve torrente, río de deshielo, una corriente gélida que la chupa y la arrastra hacia el fondo.
Por un instante, como una pausa en la tormenta, percibe a lxs chipchis que la rodean, huele confusión, tristeza y desasosiego. Quiere aferrarse, a ese instante, a esa sensación, usarla como un ancla que la retenga ahí, pero no puede. El código se está desintegrando.
Nunca fue religiosa y no tiene el consuelo de creer en promesas usuales como el descanso final o la posibilidad de reencontrarse con sus muertos, tampoco cree en la reencarnación ni en ninguna otra versión de la vida después de la muerte, pero sí cree en un cambio en la energía, en la posibilidad de transmutación. Se aferra a esa idea.
En el último borbotón de pensamientos que siente suyos, se dice que ahora podrá explorar el último misterio, este último abismo desconocido.
Lxs chipchis la rodean y la envuelven pero ya no puede sentirlos.
Siente frío y tiene miedo, la atraviesa un súbito enojo, un ramalazo de rencor e impotencia, la amargura por hallarse tan sola al final, se le agarrotan las manos, estas manos que ya no tiene, pero se le mezclan el cansancio y la tentación de abandonar todo, la curiosidad y la esperanza pueden más, y se deja ir.
Laura Ponce
(Buenos Aires, 1972) es escritora, editora y gestora cultural. Cuentos suyos han aparecido en revistas y antologías de Argentina, Cuba, España, Uruguay, Chile, Perú y Colombia. Ha sido traducida al francés y al inglés. Formó parte del equipo de dirección editorial de Axxón, la primera revista digital en habla hispana. Desde 2009 dirige Revista Próxima y Ediciones Ayarmanot, dedicados a la ciencia ficción y la narrativa de lo extraño escritas en castellano. Da talleres, cursos y charlas sobre narrativa, lectura y escritura del género. Coordinó Ediciones Ayamanot Presenta, ciclo de lecturas y música. Organiza las Tertulias de Ciencia Ficción y Fantasía de Buenos Aires. Participa en la organización de Pórtico, Encuentro de ciencia ficción, que aúna las características de un evento académico con actividades dedicadas al fandom. Tuvo una columna mensual en el sitio de Amazing Stories y participó del programa de radio Contragolpe con una columna semanal. Forma parte de Proyecto Synco, Observatorio de tecnología, ciencia ficción y futuros, que indaga sobre las lecturas políticas que permite el género. Su libro de cuentos Cosmografía profunda se publicó en España y Argentina (La máquina que hace Ping, 2018; Ayarmanot, 2020).
Escritora, editora y una muy activa divulgadora de la ciencia ficción en nuestro país, Laura Ponce nos ofrece en esta ocasión un relato sobre transhumanismo y migración. Singularidad –con su prosa delicada, de un lirismo bradburyano– es también una melancólica parábola sobre la decrepitud, la finitud, el olvido y el duelo.