La semana pasada estuve en una charla sobre fotografía, poesía y pensamiento a cargo de Llorenç Raich Muñoz. No podría encasillarlo en algún título; podría decir que es todo esto: docente, investigador, pensador, filósofo, escritor y sin embargo, sentir que no abarco la inmensidad de su formación.
Llorenç habló de la imagen poética y entre todo lo que dijo y mis anotaciones de oyente fascinada (confieso que me comí una bolsa de caramelos masticables por la emoción que me generaba escuchar cada una de sus reflexiones) dijo que todos los seres humanos tenemos experiencias poéticas, que el artista no siente más o “mejor” que los otros mortales, sino que el artista tiene la imperiosa necesidad de expresarse.
Casualmente hace ya un tiempo que venía pensando en torno a los trabajos de artistas que han hecho de lo cotidiano, obra. Pienso en un Ezequiel Ludueña, un gran fotógrafo, que trabajando de taxista, tomó espontáneas de sus pasajeros; acomodaba la cámara entre la palanca de cambio y el asiento y desde allí gatillaba. Con este gesto, embellecía su trabajo, le daba sentido a las largas horas que pasaba sentado manejando en la locura violenta de la ciudad. También está la grandiosa Lucía Reissig que trabaja como empleada doméstica y parte de su proyecto “El trabajo invisible” consiste en fotografiar el antes y el después de su proceso de trabajo limpiando. La mismísima Vivian Maier, esa niñera que en el anonimato absoluto fotografió por más de cuarenta años Nueva York y Chicago. Y mi caso preferido, que escuché una vez en un curso y del cual nunca más pude recuperar el nombre, pero así mismo vale la pena mencionar, es la de un guardia de seguridad, que trabajaba en una estación de metro, apoyado en una máquina de autogestión para hacer fotos carnets; antes de terminar su turno, recogía fotos que quedaban perdidas debajo de la máquina o recortes de ellas y con estas armaba retratos, nuevas personas.
Pienso en todos ellos y pienso mí misma, en qué hacemos con el tiempo que le destinamos a una actividad lucrativa, generalmente obligatoria, necesaria para subsistir, para asegurarnos pagar los impuestos, el alquiler, el seguro del auto -en el mejor de los casos-, la tarjeta del colectivo, la comida, y luego de exprimirnos, los más privilegiados darnos un gusto (un viaje, una salida con amigos), como si ese gusto fuera una victoria, como si le ganáramos la guerra a la vida; y en realidad no es más que la vida jugando con nosotros, que como niños pequeñitos, nos deja ganar esa batalla.
Un día conocí un abogado, arriba de los sesenta (próximo a jubilarse) que trabajó desde los veinte en la Procuración del Tesoro. Me confesó, y no sé muy bien cómo llegamos a ese lugar de intimidad, que durante años escribió poesía en secreto y también hizo fotografía. Me dijo que el trabajo y el trajín de la vida (una sumatoria de días que parecen transcurrir iguales uno atrás del otro), lo habían apartado de su lado más artístico y que ya casi no se daba el tiempo para escribir unos versos y salir con la cámara por el centro de la ciudad. Me encogió el pecho porque temí que ese hombre fuera mi espejo del futuro. Yo le recité una frase de René Char, un poeta del siglo XX: “Con la muerte tenemos un solo recurso: hacer arte antes de que llegue”. Nos miramos y después seguimos cruzando expedientes de una mano a la otra, como si esa charla hubiera sucedido en un pie de página, de esos largos, que nadie lee. A las dos semanas, este mismo abogado me mandó por Whatsapp una foto: había fotografiado la cañada, con las tipas volcando sus ramas hacia el río y algunos destellos de luz filtrándose entre las hojas. “Te hice caso”, decía el mensaje siguiente.
Como dijo Novalis, escritor y filósofo alemán de finales del 1700: “¿Qué es lo que ocultas bajo tu manto, que, / con fuerza invisible, toca mi alma?” En otras palabras, es sobrevivir al Chaplin de Tiempos Modernos y sentir que hay algo (un motivo poético) para develar que nos ayude a explicar la soledad de la vida; nos permita traducir lo que nos sucede en un lenguaje bello para acercarnos más a nosotros mismos y a los otros.
Seguro no seremos el astronauta que soñamos de niños, o el cantante que llene estadios, o el maestro que le cambia la vida a todos sus alumnos, o el ingeniero que construye puentes colgantes, pero al menos, en el último suspiro, deberíamos poder irnos de este mundo sabiendo que hemos hecho de nuestra cotidianeidad, poesía.