Por Miguel Koleff«El constante peregrinar de Bashô es una expresión de su corazón que ayuna, que no se pega a nada, no se aferra a nada» señala Byung-Chul Han en Filosofía del budismo zen. «El caminar de Bashô no es un ‘sosegado’ andar vagando bajo el aliento de las musas. Es más bien un peregrinar sin ‘aposento’, un constante y también doloroso despedirse» (p. 112). El téorico coreano dedica -en el libro citado- importantes consideraciones sobre la filosofía de ese poeta japonés del siglo XVII que tanto impacto tiene al día de hoy en la sociedad contemporánea. A evocar los haikus por él escritos y sus libros de viaje, formatea la idea de un tránsito que encuentra su razón de ser en la disponibilidad para la experiencia. «El caminar como un no habitar en ninguna parte despide toda forma de retención… caminar significa hacer que también ‘el sí mismo esté en camino’» (p. 114).
Estas referencias al camino y al peregrinar –aunque repetitivas- son centrales si queremos entender la novela Rakushisha, de Adriana Lisboa, publicada en 2007. Y esto porque está construida bajo ese ímpetu pregnante. Haruki y Celina –que son dos brasileños desconocidos que se unen en función de un viaje al país asiático- recorren las calles de Tóquio y Kyoto, respectivamente, no sólo para conocer la cultura japonesa que les es extraña sino para adentrarse en sí mismos y restablecer y reparar los lazos que los unen a un pasado cautivo. Y lo hacen, convocados por un libro que llega a sus vidas de manera inesperada, el Diário de Saga que opera como mediación. Por diferentes razones se hacen del material y lo incorporan al propio trayecto que ejecutan en los recorridos nómades por la ciudad. A Haruki, que es artista gráfico, le toca ilustrarlo a pedido de una editorial como parte de la actividad profesional a la que se dedica. Celina, que tiene a mano las fotocopias de la traducción en el hospedaje, lo utiliza como apoyatura para la construcción de su propia bitácora durante las semanas que pasa en el extranjero. Aunque los dos van juntos y comparten algunos momentos, cada uno desarrolla su programa particular con la convicción de que «el viaje es siempre por el viaje en sí» según los versos de Matsuo Bashô.El viaje nos enseña algunas cosas.
Que la vida es camino y no un punto fijo en el espacio. Que nosotros somos como el paso de los días y de los meses y de los años … y aquello que poseemos de hecho, nuestro único bien, es la capacidad de locomoción. Es el talento para viajar (Lisboa, 2017, p. 187).El caso de Celina es más sintomático que el de Haruki y por eso gana mayor atención entre los lectores que se envalentonan con su causa. Sucede que está renaciendo de las cenizas, o –como ella misma explica- re-aprendiendo a andar después de haberse quedado inmovilizada por mucho tiempo: «Basta colocar un pie después del otro. Un pie después del otro. No es complicado. No es difícil» (p. 11). Con estas palabras, Celina alude al proceso de restablecimiento psíquico en el que está embarcada «después de la tempestad, de la era glacial, de la gran sequía, usemos la imagen que nos quede más cómoda» (p. 12). Pese al hermetismo del lenguaje, lo vamos entendiendo a medida en que avanzamos en la lectura y nos enteramos de que seis años atrás perdió a la hija pequeña en un accidente automovilístico y que cortó lazos con su ex pareja, el padre de la niña.
El presente nos la muestra sola y limitada a la sobrevivencia a través de bolsas de tela que fabrica para mantenerse. Cuando conoce a Haruki en el metro y éste la invita a viajar a Japón sin otra razón que el encuentro fortuito, acepta sin titubear porque el joven no le inspira miedo y no tiene nada que perder en una nación desconocida. Lo que no sabe es que «la verdad del viaje encierra un misterio a develar» –según los dichos de Bashô- y que el desafío será imprescindible para su sanación espiritual.Aquí anida el enclave que da sentido al título de la novela. Los extensos paseos que realiza por Kyoto la conducen a la Rakushisha, uno de los últimos asentamientos visitados por el poeta nipón antes de morir. La cabaña en la que vivía su amigo de toda la vida había sufrido una conmoción terrible que acabó con su fuente de riqueza:Dice la leyenda que Kyorai tenía cerca de cuarenta árboles de caqui creciendo en el jardín de su cabaña en Saga, suburbio de Kyoto. Había concertado la venta de los frutos cierto otoño en el que estaban cargados, pero en la víspera del día en que debía entregarlos, una fuerte tempestad cayó por la noche. No sobró un único caqui. Desde ese día en adelante Kyorai pasó a llamar su casa como Rakushisha, la cabaña de los caquis caídos (p. 35).Además de ser uno de los frutos más preciados de su hija fallecida, la quinta misma –que alguna vez los atesoró- se había transformado en el significante de la pérdida con este cambio de nombre.
Al entrar, Celina percibe lo irremediable: los caquis ya no están como tampoco su hija a su lado. Es como si esa constatación el personaje la hiciera por primera vez, tal el llanto desgarrador que la acomete después de haberse bloqueado por seis años a raíz del dolor y del resentimiento. «El agua tolda los ojos de Celina» afirma la pluma feroz de Adriana Lisboa valiéndose de un verbo difícil de traducir pero que encierra la magnitud de su drama, ahora liberado del todo. Y como si se tratara de un haiku que se ampara en el registro climático del mes de junio, agrega: «corre por su rostro aquella agua salada de un estación interna de lluvias, su íntima tsuyu, que se inaugura ahora» (p. 180) y que a diferencia del temporal sufrido por Kyorai en el pasado, trae un efecto benefactor que ayuda a la cicatrización de las heridas más profundas. Byung-Chul Han, en relación con el poeta japonés, escribe que la tristeza clara y serena es el temple fundamental de su corazón. «Se distingue en principio de aquella tristeza cerrada que se esfuerza por echar fuera el tiempo mediante un constante trabajo afligido en torno de la despedida y la caducidad (Han, 2015 [2002], p. 113). Este pasaje parece calcado a la experiencia de Celina que –después de derramar las lágrimas que contribuyen a su paz- «escoge una pequeña caligrafía que reproduce el última poema escrito por Bashô en la Rakushisha» (Lisboa, 2017, p. 186) y se lo envía a Marcos, el esposo, con un pedido de perdón.
Uno podría decir que de la elaboración del duelo se trata este relato pero aunque suene muy bonita la frase así enunciada no resulta nada fácil de explicar. El dolor de la ausencia permanece como así también el de la incomprensión. Lo que la Rakushisha le enseña a la protagonista es que no existe ninguna fórmula mágica de superación del trance más que «el camino que se tiene bajo los pies» y que la única actitud pasible de asumir es la del peregrino que se yergue sobre la marcha. Fuentes Consultadas: Han, B.-C. (2015 [2002]). Filosofía del budismo zen. (R. Gabás, Trad.) Buenos Aires: Herder.Lisboa, A. (2017). Rakushisha. Rio de Janeiro: Alfaguara.