Llueve cerrado sobre Mendoza. A pocas cuadras de mi despacho suenan las campanas que tocan a muerto: es una orden.
En esta víspera de mis horas finales, yo, José Félix Esquivel y Aldao, enfermo de cáncer y agonizante, monje de la sagrada orden de los dominicos, capellán del Ejercito de los Andes, héroe en los combates de Chacabuco, Maipú y Cancha Rayada, general del Ejército de Mendoza, gobernante de la provincia durante un lustro glorioso, y ejecutor de Francisco Narciso de Laprida, dispongo mis atavíos y los candelabros torneados en bronce para las velas finales.
Los médicos que me asisten no pueden dar muerte al horrible tumor que me deforma el rostro. Mis enemigos pueden estar felices: del altivo caudillo que asoló sus familias y prendas, va quedando casi nada: un despojo de despojos, un muñeco de trapo y arpillera aplastado por el tránsito de los años; el ensayo miserable y horrendo de lo que seré bajo tierra.
En la pieza vecina, el ropero guarda mis atavíos de entierro: mi hábito de la orden de Santo Domingo y el uniforme de pechera y alamares dorados que señalan mi rango. También mi sable. He ordenado que se superpongan unos a otros sobre mi cuerpo maltrecho: el hábito de los dominicos sobre mi piel desnuda; el uniforme planchado y perfumado con esencias de lavanda, sobre el hábito; el sable, cruzado sobre el pecho. Se colocarán flores de cardón en el salón mortuorio. Como ellas, es la dureza de mi corazón.
¿De qué otra manera tendría que haber sido? Los hombres solo acatan el imperio de la crueldad y la violencia. Esa crueldad y esa violencia que me fueron familiares y gratos. La benevolencia y la compasión son cosas de Dios, no de nosotros. Bien lo supo así mi compadre y compañero de armas Facundo Quiroga. Así lo entendí siempre, a ese yugo sujeté mi destino.
En el oriente clarea la madrugada. Los álamos de la calle proyectan su sombra alargado sobre los adoquines. Mendoza me debe también esto, sus árboles y sus frutos, sus vinos y tiendas. Dicen que fui cruel. ¿Quién no lo es, en el fondo de su corazón? Martiricé las carnes de mis enemigos, porque yo fui, de alguna manera oscura, lo que ellos fueron para mi alma solitaria: un borrador confuso del deseo de Dios, el ensayo malogrado de la aspiración divina.
Ordeno mis libros y cartas. He dado orden de que se los queme debajo del gran algarrobo del patio. También los retratos. Ellos son una prefiguración perdida del hombre que yo fui de joven. Será un fuego feliz, como todos los fuegos. La oscuridad me espera. Voy hacia ella con paso decidido.
El miedo es de los otros.