Los amigos le decían Stallone. Nosotros, Cachavacha, como la bruja de Hijitus, que le hacía la vida imposible a los habitantes de Trulalá. Nuestro Cachavacha nos jodía a varios en el barrio. En lugar de magia, usaba sus músculos.
En aquellos días de transición entre la primaria y la secundaria –coincidentes con la transición entre el mundo analógico y el digital, el cambio de siglo y milenio y otras más– sus campos de acción eran el salón de Arcade con fichas, la plaza del barrio, la esquina de la parroquia y la plaza frente al colegio céntrico al que yo también iba.
No era algo personal. Sus víctimas eran los más chicos, los gordos del barrio y yo, que venía de otro lado y ¬–encima– tenía acento porteño.
Cuando la adolescencia y la secundaria fueron terminando, bajó un cambio y pasó a exhibirse todas las tardes en una esquina del barrio. Sacaba la manguera y empezaba a lavar el auto del padre a eso de las cuatro. Eran las ocho y media y seguía dele lavar. Sin remera. No dejaba pasar oportunidad alguna de tensar los músculos y hacerlos brillar al sol. O a la lluvia. O al viento frío de otoño. A las chicas les encantaba.
Un día salí de clase para ir al baño. Su curso –era dos tres años mayor pero había repetido varias veces– quedaba cerca y estaban en hora libre. Pasé sin mirarlo y escuché esa risita que justificaba el apodo (además de su nariz ganchuda, que completaba una medialuna siniestra que acababa en su mentón cuando se ponía de perfil). Salí rápido y sin mirar de la misma manera en que había entrado.
–¡Robocop! –lo escuché cuando iba varios metros adelante. Seguí caminando, nunca me habían dicho así.
–¡Robocop!
Cuando doblaba la esquina del pasillo, espié por el rabillo del ojo: caminaba aparatosamente, señalándome con gesto didáctico para con sus compañeros mientras la risita retumbaba por el pasillo.
–¡En la plaza, a la salida! –dije.
No recuerdo que se me haya pasado por la cabeza animarme a desafiarlo. Pero ahí estaba, señalándolo delante de todos. En el aula, me costó disimular la ansiedad. Se asombró como si hubiera visto un chancho levitar.
Se corrió la voz de que había una pelea en la plaza Colón y se enteró todo el mundo antes de la hora de salida. Incluso mis amigos que, a diferencia de los suyos, vivían cerca del colegio. Me esperaron y me escoltaron hasta la plaza como a un condenado a muerte. Uno de ellos, Pablo, me repetía:
–Arrebatalo. Ni lo dejes pensar. Y después pegale hasta que se no se mueva más.
Cachavacha esperaba sentado sobre el respaldar de un banco, rodeado de sus compañeros. Pablo se acercó y negoció los términos: mano a mano, nadie se mete, etc. Luego volvió.
–Dicen que entrena boxeo. Que entrena mucho.
Cachavacha se levantó y se sacó la remera con gesto épico. Me temblaron las piernas. Avancé igual.
–¿Vos querías pegarme… a mí?
Tiré a la cara, pero sin convicción.
Retrocedió exageradamente y empezó a dar saltitos alrededor mío, tirando golpes cortos. Me conformé con esquivarlo hasta que noté que yo era más rápido. Le metí un par de cachetazos. No creía poder voltearlo de una piña pero sí en irritarlo. Perdió el control y se vino encima. Me agaché hacia un costado, lo abracé de la cintura, lo levanté en el aire y lo tiré contra el piso. Me subí encima y empecé a pegarle, con los puños cerrados, sin darle respiro. Pero la traspiración lo había vuelto resbaloso. No sé cómo, se escurrió. De pronto lo tenía encima, dándome. No pegaba fuerte, sus músculos eran cartón.
Entonces Pablo –nunca supe por qué– fue por detrás y le encajó un golpe de puño fuertísimo en el lado derecho de la cabeza. Cuando Cachavacha se levantó, sorprendido por segunda vez en el día, la directora cruzaba la calle en dirección a nosotros. Era capaz de llevarnos hasta la dirección y torturarnos psicológicamente hasta que llegaran nuestros padres y se sumaran. Huimos en direcciones opuestas.
Nos encontramos a la vuelta de la siguiente cuadra, Cachavacha, sus compañeros, mis amigos y yo.
–Te voy a matar –dijo, y se acordó de Pablo– ¿y vos qué te metés?
–Me meto todo lo que quiero–, dijo Pablo.
Se tiró contra Pablo como un rinoceronte desbocado. Este le estrelló el puño en la cara. Cachavacha retrocedió, tambaleando.
–Dejá pasar la señora –dijo Pablo señalando a una anciana que venía por la vereda. El otro se corrió y la dejó pasar, humillado por obedecer una orden de quien acababa de golpearlo. –Ahora sí, vení.
Se acercó y ligó de nuevo. La secuencia se repitió varias veces hasta que entendió que era suficiente y no se acercó más.
Pablo le prohibió pisar la plaza o cualquier otro lugar de la zona que no fuera la manzana del colegio. Que a la salida tendría que caminar hasta la esquina, doblar y tomar el colectivo sin bajarse de la vereda.
–¿Por qué? –dijo el otro.
–Porque yo te lo digo. Y si me entero de que pisás otro lugar que no sea el colegio te voy a venir a educar todos los días.
Cachavacha resoplaba, mordiéndose los labios y conteniendo las lágrimas. Parecía una villana de telenovela que ya no podría salirse con la suya. Esto pasó un viernes.
Ese finde me quedé en lo de mis amigos. El lunes fui al colegio y disfruté de la cara de impresión/lástima/asco con la que docentes y compañeros lo miraban. Parecía una ciruela podrida. Cachavacha evitaba mirarme. Me sentí triunfante. Me quedé unos días más en lo de mis amigos y pude ver la humillación de Cachavacha cada vez que amagaba cruzar, lo veía a Pablo en la plaza, haciéndole que no con el dedo índice –con una expresión que remedaba al T-1000 de Terminator– y seguía camino hacia la parada. En la plaza, las chicas de sexto se tiraban a la fuente y tomaban una cerveza con sus compañeros.
Cuando el colectivo me dejó en la parada al lado de casa –tenía que volver, no podía pasar el resto de mi vida con la misma ropa, por más que me bañara– lo vi a Cachavacha sentado junto a una docena de grandotes del barrio. Cuando bajé del colectivo, la encontré a mi vieja, que justo salía de casa.
–Hola, –le digo –todos esos están ahí para matarme.
Antes de que responda, Cachavacha se acercó.
–¿Sabe lo que me hizo su hijo…?
Mi vieja chistó con fastidio y dijo que ya teníamos casi 18, que lo podíamos resolver hablando como hombres. Nos dejó solos en el living de casa.
–Te escucho. –Yo no sabía qué decirle así que dije eso.
–Que no puede ser, tu amigo me viene a buscar todos los días…
–Nunca lo vi en la puerta.
–Pero está en la plaza…
–Dijo que no fueras a la plaza. Mientras no vayas no pasa nada.
–Pero es mi último año, no puede ser…
–Si vos querés que te terminar el colegio, tenés que garantizarme que yo voy a poder andar todo lo que quiera por el barrio y ni vos ni tus amigos me van a joder.
–No, no te van a hacer nada. Pero si te dicen algo…
–Ni me dicen, ni me chistan, ni me miran. Nada. Y si tengo la sensación de que piensan mucho en mí, Pablo te espera a la salida.
–…
–¿Trato hecho?
–…
–Mirame a los ojos y decime que tenemos un acuerdo.
–Bueno…
Nos dimos la mano y se fue. Por extraño que parezca, no sólo él sino también sus amigos respetaron ese acuerdo improvisado.
Los años se llevaron las disputas territoriales al mismo limbo de antimateria al que fueron a parar los músculos y la cabellera dorada de Cachavacha, el Uno a Uno, los compact disc y nuestros sueños de hacer cosas importantes algún día. No he vuelto a ver a los amigos de aquella época pero sí a Cachavacha. A veces, en la calle. Nos saludamos con un asentimiento de cabeza y la calva le brilla como si también saludara. Me hubiera gustado contar cómo hice de tripas corazón y yo solo vencí a una bruja mala. Pero no fue así. En la vida real nada funciona así.