Me precipité velozmente en el último libro de Ian McEwan. Había leído por ahí que McEwan se metía con Kafka, que reescribía La Metamorfosis: saboreé la anticipada dicha con el goce primal de quien sabe que le están a punto de servir un manjar. A las pocas páginas me di cuenta de que había caído en la treta del marketing, y cuando la concluí corroboré que esta nouvelle no tenía nada para mí.
El texto de McEwan es una sátira sobre el Brexit, con toques de humor negro a lo De Quincey o Swift, pero a diferencia de aquellos maestros de la sátira, que forjaron un texto que podía ser agraciado y disfrutable más allá de las circunstancias politicas que lo suscitaron, el de McEwan no logra la automonía necesaria como para que la nouvelle pueda ser leída con placer. Al contrario, uno se ve extraviado entre referencias y chistes sobre el parlamento y sus integrantes, y sobre montón de especificidades que sin dudas un británico apreciará, pero que resultan excluyentes y tediosas.
Sin embargo, es otro mi desdén con este texto de McEwan.
Acepto las maniobras de marketing, que detectan que es mucho más fácil vender este libro por su referencia kafkiana que por las vicisitudes de unos integrantes del parlamento británico, pero McEwan ejecuta un procedimiento pernicioso que me ofuscó al punto tal de casi arrojar el libro por la ventana, si es que hubiese comprado el libro y si hubiese habido una ventana más o menos cercana.
Una cucaracha se despierta una mañana convertida en primer ministro. Hasta ahí, la simpática inversión kafkiana es dichosa. ¡Qué ocurrente este McEwan!, me dije. Pero eso fue todo lo que había de La Metamorfosis, de Kafka y de Gregorio Samsa en toda la nouvelle: eso era todo y estaba en la primera línea. Y ni siquiera era del todo así: una cucaracha se había trasplantado al cuerpo del primer ministro (así como muchas otras se habían trasplantado al resto de los integrantes de su gabinete), mientras que el primer ministro y sus compañeros habían sido trasplantados a cucarachas.
¿Para qué? ues las cucarachas tenían un plan re loco: llegar al poder para invertir la circulación del dinero. Era un proyecto en el que a uno tenía que pagar por trabajar, y a su vez recibía dinero cuando compraba cosas, y era sancionado por tener dinero, dado que la lógica de este sistema era deshacerse de los billetes. Sí, muy gracioso: así piola son las cosas durante las primeras páginas, y luego son todos idas y vueltas para poder aprobar el proyecto, mientras McEwan critica encubiertamente” el Brexit.
Hasta ahí yo hubiese pasado por el texto y luego habría dejado su lectura secarse hasta el olvido, como tantas cosas que leí y que no me interpelaban. Es un chiste que McEwan hace a sus compatriotas, y seguro debe ser muy gracioso. Para ellos. Pero mi querido McEwan comete un error filosófico imperdonable.
Para que una ley, que es ostensiblemente dañina para el pueblo y los ciudadanos, sea aprobada, McEwan reemplaza a los integrantes del parlamento por cucarachas.
Esto, a simple vista, puede verse como un modo elegante de insultarlos: los integrantes del parlamento, los políticos, son como cucarachas, o incluso, son cucarachas. Esta lectura benigna es precipitada. Porque la sustitución lo que en verdad hace es disculparlos. No fueron ellos, los políticos, los que pergeñaron este plan para dañar el país: fueron suplantados por cucarachas. No somos nosotros los responsables por haber votado a estos seres nefastos, puesto que lo que nosotros votamos fue sustituido por algo monstruoso. Por tanto, las malas decisiones, las torpezas políticas o el deliberado daño que es perpetrado hacia un pueblo y sus ciudadanos no es pensable sino a través de la figura del monstruo, del mal absoluto, de la otredad total.
Un procedimiento similar (tan torpe y tan intelectualmente inútil) ocurrió después de la caída del nazismo. Proliferaban las lecturas pavotas que hacían de Hitler un demonio, el mal absoluto, algo extrahumano e inconcebible desde la propia humanidad. Era tan terrible lo que había ocurrido, eran tan deleznables los horrores del nazismo que intentamos hacer de cuenta que fueron perpetrados por el mal, y no por los hombres.
Esa delación de responsabilidades es peligrosa. Si no identificamos los horrores del nazismo como algo dentro de la potencialidad del hombre, del humano, de nosotros mismos, y en lugar de eso otorgamos su existencia a circunstancias mágicas y sobrenaturales evadimos nuestra responsabilidad y con ella la posibilidad de detectar fenómenos similares, y comprenderlos y reducirlos a tiempo.
No me caben dudas de que existen intereses mezquinos dentro de quienes favorecen la tesis del Brexit, como las hay en quienes ejecutan leyes y normas que dañan la coyuntura social (la flexibilización laboral, por ejemplo, la estatización de la deuda privada de megaempresas, por ejemplo) pero sería más lúcido identificar a los responsables, y hacer el esfuerzo por comprender lo que ocurre y nuestra cuota de participación en eso, sin arrojarle la culpa al monstruo, que equivale a evadir toda responsabilidad y escudar el horror de nuestra existencia en villanos imaginarios y malignidades esotéricas.