La situación se repite: me siento a escribir esta columna y, cuando estoy a la mitad de una idea que parece más o menos coherente, suena el celular. Y si no es el celular es la casilla de mails, que se llena con correos de los colegios, intervenciones en los foros, dudas, avisos y consejos de los directivos.
La computadora hace un sonido insufrible con cada notificación.
¿Vio el trabajo que le mandé, profe? Quería saber si está bien la lectura.”
Profesores, les enviamos material sobre el seguimiento de los estudiantes. Y por favor, respondan el formulario online.”
Profe, ¿a qué se refiere con la crítica a la sociedad que hace el cuento? ¿Es lo que pensamos nosotros o lo que el autor quiere decir? ¿O lo que nosotros creemos que el autor quiso expresar?”
Miro la agenda. Hay una reunión de personal por la plataforma Zoom a las 11 y otra del Departamento de Lengua a las 15. A la tarde, dos chats con los chicos, y para el viernes está programado un encuentro con los docentes de otro colegio, para fijar acuerdos y formas de evaluación. Una seño me avisa que es importante tener leídos los protocolos de trabajo que acaban de enviar.
Los mensajes se acumulan, las respuestas demoran. Mi pareja quiere saber a qué hora voy a terminar, más o menos, y si esta noche vamos a dormir juntos o me voy a quedar despierto hasta la madrugada, como el domingo.
No puedo subir el archivo al Aula virtual, profe. Me parece que configuró mal el buzón de entrega. Fíjese.”
¿Por qué me llegó el trabajo de Manfredi, profe?”
A todo el personal docente: es importante que definan la rúbrica para la calificación de los estudiantes. En la reunión abordaremos este tema.”
Por más que estipulemos un horario para nuestro trabajo, la virtualidad deshace cualquier límite y genera la ilusión de estar conectado (y lo que es peor, disponible) todo el tiempo. Siempre hay alguien que manda un mensaje importantísimo, y otro más, y otro más. Y aunque estemos en el baño o en medio de la cena, lo mejor es responder al grupo y al subgrupo y al nuevo subgrupo. De lo contrario, será imposible entender qué se tratará en el encuentro por ‘Meet’ que está pautado para la mañana siguiente.
¿Era por Meet? ¿O por Jitsi? ¿Bajé la aplicación?
En el afán de dar continuidad a los procesos de aprendizaje, los docentes nos exigimos niveles de rendimiento tan altos como ridículos. Como si el campo educativo se hubiese vuelto un ejemplo exacerbado y hasta grotesco de la autoexplotación de la que habla Byung-Chul Han, el filósofo coreano de moda que varios conocimos antes de la pandemia, cuando teníamos tiempo para leer.
Resulta preocupante que en estos tiempos de cuarentena, un momento de la historia en el que existe el riesgo de contraer una enfermedad mortal en cualquier parte del mundo, recaiga tanta presión en los docentes.
Se trata de una presión interna, en tanto nos enfrentamos en simultáneo a un doble desafío: el de aprender a usar nuevas herramientas con fines educativos, y el de enseñar en diferido, conscientes de las desigualdades de nuestros estudiantes. El vértigo con el que encaramos el trabajo revela que gran parte de las seguridades que teníamos en torno a las clases y los aprendizajes están en jaque.
Pero también hay una presión externa, constante, y que es histórica dentro del sistema educativo: el control. Con la modalidad virtual obligatoria, los docentes estamos bajo sospecha, siendo observados, analizados, estudiados. Las decisiones se cuestionan, la queja de otros actores educativos, sean compañeros, padres o alumnos, repercute de inmediato en nuestras prácticas. Así, las aulas virtuales operan como el panóptico foucaultino, otro filósofo que leíamos cuando teníamos tiempo.
El panóptico de las plataformas digitales suma otro modo para evaluar el trabajo docente. Del otro lado de la pantalla siempre puede haber alguien que observa, al asecho, y está dispuesto a juzgar los contenidos, a revisar cuántas veces entramos a la plataforma, a leer las sesiones de chat guardadas, a opinar sobre la dicción en los audios y videos que subimos.
Habría que repensar cuáles serán los resultados educativos mientras se sostenga esta doble presión. ¿Qué ocurre con los derechos laborales? ¿Y con esa otra partecita de vida que no tiene que ver con el trabajo?
Suena el teléfono. Un compañero tiene problemas para acceder al material que compartimos y, como ya deberíamos haber enviado la planificación, atiendo la videollamada.
Disculpá que te llame a esta hora, pero vos sabés que me pide una contraseña para acceder al documento. Nunca me había pasado.”
Hablamos una media hora. La comida se enfría. Nuestra pareja, también. Y los hijos, y el resto de la familia, y quien sea que nos acompañe en esta convivencia. Algo similar le ocurre a aquellos que transitan la cuarentena en soledad. Todo se enfría, y nada indica que vayamos a volver al colegio muy pronto que digamos.