Sábado a la noche. En un acto de rebeldía, apagás la computadora y te decís que no más aulas virtuales, no más mails ni grupos escolares. Se terminó. Después de cenar, te acomodás en el sillón y, celular en mano, te sumás a la videollamada con los amigos de toda la vida. Suena banal, pero es un gesto de liberación en medio de las coordenadas que la cuarentena le está imprimiendo a tu vida.
La primera hora de charla es caótica. Todos hablamos al mismo tiempo, intentamos ponernos al día. Algunos subieron de peso, otros tienen menos pelo. Y la cosa va bien, fenómeno, hasta que alguno te recuerda que sos docente.
–¿Vos también mandás videos todo el tiempo? La maestra de mi nena me tiene inflada… No sé, piensan que estamos al pedo acá en casa.
–Esperen, pasa que…
–Piden cualquier cosa. El otro día nos mandaron a hacer bomboncitos de chocolate, y la seño quería que le sacara fotos al proceso. Está re loca.
–Bueno, es un tema…
–No, no, no. Setenta fotocopias tuve que hacer la semana pasada. Y la verdad es que no le va a quedar nada porque encima le tengo que leer cosas que ni yo entiendo.
–Me parece que…
–Dejá de joder. Yo tengo un adolescente, ¿entendés? Y necesita socializar, estar con los amigos. El único momento en que puede, es a la noche, así que se duerme a las cuatro de la mañana y se levanta a las tres de la tarde. ¡Y en la escuela quieren darle clases por Zoom a las nueve! No entienden nada.
–Acá seguimos trabajando, no nos rascamos. Yo no puedo sentarme con el nene a explicarle cuál es la D” o la M”. Además, ni idea cómo se enseña eso.
La suspensión de las clases en el espacio tradicional de la escuela ha puesto a las familias de los estudiantes en una situación tan incómoda como difícil de resolver. En principio, porque el traslado de la enseñanza al ámbito doméstico supone una modificación de los hábitos cotidianos que, en la mayoría de los casos, se vio alterado por la cuarentena en sí misma.
A su vez, madres y padres se vieron en la repentina obligación de acompañar a sus hijos en procesos de aprendizaje diversos, en especial aquellos cuyos niños aún no tienen autonomía de trabajo o transitan el paso de un nivel educativo a otro. ¿Cómo ayudarlos a entender una operación matemática, un procedimiento químico o un análisis sintáctico?
Que los padres recuerden la forma en que aprendieron cuando iban a la escuela e intenten reproducir las estrategias de sus maestros, apenas sirve para entender el abismo generacional que habitamos.
Ahora bien, ¿pueden enseñar los padres? En la película Capitán fantástico, una familia decide alejarse de la sociedad para vivir la naturaleza. Ben (Viggo Mortensen) y Leslie (Trin Miller) se encargan de educar a sus seis hijos en literatura, historia, ciencias, educación física, idiomas, artes, música, supervivencia. Cada uno de los niños despliega sus habilidades de manera sorprendente, al punto de reflexionar de manera crítica sobre la Constitución norteamericana desde los seis años o tener discusiones filosóficas en esperanto.
Como los personajes del film viven de la caza y el autocultivo, no los afectan la economía ni los problemas laborales. Sin embargo, son incapaces de socializar con otras personas, y el costo de este estilo de vida es la ruptura radical con el mundo. Nuestro mundo.
El aislamiento obligatorio ha desubicado a los padres en relación a lo que tendrían que hacer y a lo que la escuela debería hacer en este contexto. La situación los ha desbordado (como ha desbordado a los docentes). Hay voluntad, preocupación; faltan herramientas, tiempos. Y en el caso particular de las mujeres, hay una sobrecarga de tareas, dado el rol tradicional que esta sociedad le asigna en relación al cuidado de los hijos.
La videollamada con los amigos sigue.
–Con el grupo de madres le pedimos a la seño que nos dé una clase virtual.
–¿Cómo?
–Eso, que nos enseñe a nosotras cómo podemos enseñarles a nuestros hijos.
No es que los docentes pretendamos que la familia supla nuestra tarea. Somos conscientes de que la educación está lejos de ser un proceso mecánico en el que uno dice y el otro aprende. También sabemos que muchos padres no tienen la trayectoria escolar necesaria para guiar en las distintas áreas del conocimiento, y que la paciencia es un factor determinante a la hora de enseñar.
Sin embargo, estrechar lazos entre la familia y los educadores, mejorar el diálogo y entendernos mutuamente, puede servir para que juntos acompañemos los procesos de aprendizaje en esta situación excepcional. Es un ejercicio de prueba y error: ninguno tiene respuestas ni puede dar garantías. Pero aquello que funcione, será un logro compartido.