Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va hacia la montaña” reza el refrán, que por cierto no fue dicho por el profeta, sino plasmado en sus Ensayos” por Francis Bacon, filósofo inglés del siglo XVI y uno de los padres del método científico experimental. Pero, ¿por qué comenzar con el refrán? Porque sirve para ilustrar -en mi opinión- un modo de la lectura hedonista. La moraleja de la sentencia es que los objetivos no vienen por inspiración divina, con solo desearlos: lo que hay que hacer es moverse y esforzarse para alcanzarlos. Mahoma quería la montaña; como ella no se movería, él debió caminar hasta alcanzarla.
Cuando encontramos algo que nos agrada ir leyendo, aparece una sensación entre difusa e inquietante, pero que pretendemos mantener antes de que se nos escape. Pese a que no podamos apresarla o sostenerla durante tanto tiempo (digamos, páginas), sabemos que ocurre, y no nos lo cuestionamos, así como no nos cuestionamos por qué nos gusta el sabor del primer mate cuando lo tomamos por la mañana. Ya el tercero o el cuarto no son lo mismo, aunque hay que llegar al cuarto para darse cuenta del sabor de ese primero.
Lo que ocurre es que cada lector se guarda y queda con fragmentos, pasajes, retazos de una historia, verso de algún poema, que funcionan como sinécdoque emotiva: por ese solitario párrafo clavado en la anteúltima página de una novela, o esas tres formas de adjetivar tal momento, nos sentimos tentados a justificar el texto entero. Claro que esas epifanías nunca saldrán de una sustancia literaria que no me empuje a sostenerla y continuarla. A mí me sucedió con ciertos pasajes delirantes de Matando enanos a garrotazos”, de Alberto Laiseca, o hasta estrofas enteras pero no seguidas de Tres gauchos orientales”, de Antonio Lussich, aunque no podría decir que me atraparon esos dos libros.
Cada lector formaría así una especie de collage, donde amalgama partes muy diversas, que no conviven fuera de los textos, pero sí en el mapa espiritual que cada quién lleva y que le llama, a falta de algo mejor, haber leído”. Nos gustaría que cada texto u obra tenga los pasajes que nos asombraron, el tono, el estilo, pero eso solo sucede a espasmos. Es como si aceptara que una palabra que me agrada por su sonido, imagen, pongamos por caso crepúsculo”, debería impactarme siempre, sea usada y escrita en donde fuere; sabemos que tal vocablo no es lo mismo en una oración de manual de primaria, que en la poesía de Leopoldo Lugones. La obra –y su esplendor- forja el sentido último de las palabras que contiene. Paul Claudel supo decir que no fueron las palabras las que hicieron La Odisea, sino La Odisea quien hizo las palabras”.
Vuelvo: la montaña no va a Mahoma, que sería lo ideal, que cada fragmento intenso estuviera en cada texto que decidimos transitar. Es Mahoma lector el que debe fragmentar y detener esos eslabones, pedacitos de lectura que lo han cobijado, para armar la imagen; debe moverse hacia la montaña (atravesar la aventura textual, sígnica), para que puede agrandarse su collage a medida que se enfrenta con nuevas posibilidades. Ya lo dijo Macedonio Fernández: Leerás más como un lento venir viniendo que como una llegada”, frase que hasta usurpa la retórica profética. Cada vez que damos un paso, la montaña se corre otro.
Lo que nos agrada al leer no viene per se”, por sí mismo. Debemos ir hacia ese agrado. Tenemos las cuerdas y aparatos para escalar la montaña, hasta la esperamos cuando ella decida llegar, pero olvidamos que debemos movernos y erigirla con nuestra propia arena colorida, para luego escalarla con el señalador como pico. Escribe proustianamente el investigador y crítico Nicolás Garayalde: Lo que el lector lee es, finalmente, su propia identidad”.