Según el Decamerone”, de Giovanni Boccaccio (1353), con tanto espanto había entrado esta tribulación en el pecho de los hombres y de las mujeres, que un hermano abandonaba al otro y el tío al sobrino y la hermana al hermano, y muchas veces la mujer a su marido, y lo que mayor cosa es y casi increíble, los padres y las madres evitaban visitar y atender a los hijos como si no fuesen suyos”. La pandemia que relata Boccaccio masacró a cincuenta millones de personas y trajo aparejadas guerras, hambrunas y el derrumbe del modelo económico y social del medioevo. El mundo, lo que quedó de él, progresó. Después de la peste vino el Renacimiento.
En cierta medida, aún no podemos determinar la profundidad de la crisis derivada del Covid-19 puesto que, más allá de los aspectos sanitarios, el globo global que diseñamos se retuerce de dolor social. La región y nuestro país no son la excepción y mientras la curva se alza como un monstruo aterrador ideado por Miyazaki, en su sombra se chamuscan empleos. Comerciantes y compradores se enfrentan a una ecuación sin solución matemática y, siempre debajo del halo destructor del virus, la desigualdad orada la integridad en beneficio de los delitos.
La sociedad se mira en un espejo horroroso y siente pánico, qué además está de moda. La solución, de corte marcial, es sacrificar libertades a cambio de una salud no garantizada.
El monstruo mononokiano, por su parte, esparce sus maldiciones sin poética ni compasión aplastando a miles de trabajadores vinculados al turismo. Para quienes piensen que es una banalidad, basta con señalar ciudades enteras cuya economía gira en torno a los visitantes, como La Cumbrecita, en nuestra provincia, que es la metáfora perfecta para destacar que el 10,4% de la economía mundial está amarrada a la movilidad, como destaca el Consejo Mundial del Viaje y el Turismo. Para traducirlo, más de 300 millones de laburantes con nombres y apellidos están amenazados. Hablamos de una actividad que siempre hizo gala de su capacidad, por ejemplo, para dar trabajo a mujeres con excelente ecuación de género.
En nuestro país veremos desmoronarse una industria que exporta 5.400 millones de dólares al año (es uno de los mayores ingresos de la economía argentina), y mueve otro tanto internamente. Más de un millón de compatriotas trabajan en el turismo, según la cámara del sector, que destaca la existencia de 17.000 hoteles. Imaginemos los complejos de cabañas, los campings, los paradores…
Como la gastronomía y los espectáculos, los anfitriones tiritan con dientes apretados la apestosa sombra que los ha cubierto, y hacen números diferentes cada amenazante noche de insomnio. Esperan una resurrección similar a la que nos promete -y nos ha cumplido- cada excursión que hiciéramos. Es que en la cuenta corriente de la vida somos dueños de los viajes que hemos hecho y debemos los destinos que anhelamos.
Visibilizar ausencias
La excitante sensación de atarte las zapatillas antes de un viaje, contar los petates y cerrar la puerta de tu casa, o la inigualable certeza de que todo puede pasar en un viaje, son una parte añorada de los sacrificios que nos exige la pandemia. A nadie le preocupa la cantidad de escalas o los trámites de migraciones porque nadie viaja. Los hoteles son mansos dinosaurios dormidos que, lejos de resoplar los vapores de otros inviernos para nómades, descansan el trajinar de los cubiertos para el desayuno en sus tripas. Mientras su parcela de cielo no sufre el sonoro esfuerzo de despegues y aterrizajes, las sábanas planchadas tintinean en habitaciones oscuras.
Latam, el gran coloso regional de dos cabezas se despide del país, y los aeropuertos se erigen como catedrales de una religión sin fieles. El monstruo también les maldijo.
Aquellos alveolos que se alimentan de aire migrante se asfixian con la lejanía del cielo; la falta de olor a ruta; las lágrimas del amanecer en el parabrisas están secas; y el sonido de las cubiertas besando cada centímetro de pavimento son un recuerdo condimentado con deseo, pero lejano e imprudente.
Con todo lo que nos costó aprender a volar, con lo difícil que resultó ser dioses alados en nuestros trajes plateados y transoceánicos, estamos empantanados en un mundo endogámico, en un relato de pantallas empalagosas.
Un taxi en un aeropuerto extraño, el sol sacándole brillo a la tarde del hitchhiker, o unos caramelos para los chicos en la tienda de la estación de servicio, han sido trocados por una danza sirupítica -caracterizada por la prudente y poco sexy distancia social- de ida y vuelta al trabajo.
Esta idea voluptuosa, incluso pecaminosa del viaje como libido de la sociedad cosmopolita, es parte de las reflexiones que recientemente propuso el filósofo Rafael Argullol. El catalán incluye una crítica al turismo consumista y acumulativo, en defensa de la austeridad del flaneur” foráneo. Y le asiste toda la razón: ¿no daríamos gustosos nuestro reino por un caballo? Uno que nos permita desmontar y pisar otros suelos, baldosas prestadas y ajenas hojas otoñales.
Pero hay esperanzas. Los destinos frecuentes e infrecuentes de nuestro erotismo viajero se recuperarán, así como el sano ejercicio de saber creíble la incredulidad del ojo. Seremos orgullosos paxs” ordenados por números de asientos y las agencias de viaje, que hoy solo reciben pedidos de cancelaciones y devoluciones, volverán a prometernos una noche de tequila en Oaxaca, una panzada de patrimonio en Cuzco y ese flechazo amoroso que Cupido sólo lanza en Colonia del Sacramento.
Azafatas y colectiveros de larga distancia nos harán sentir su rigor, que paladearemos golosos, después de haber penetrado esos bichos mágicos que nos llevarán donde saldaremos cuentas con el karma. Las obras más ingeniosas del hombre, esos edificios de dos pisos móviles, o los pájaros de 300 pasajeros por vientre que hoy no consiguen despegar la panza del piso, volverán a alimentar nuestro corazón, haciéndonos tragar por los ojos nuevos paisajes, otros olores y el peinado del viento extranjero en la cara.
Mientras que hace un año nos llamaba la atención viajar a Chernobyl (por imposición del teleconsumismo), hoy nos pulsiona el deseo de cruzar la Cordillera en auto. O de llegar a Bolivia con tus hijos y contarles que, por error, una noche de confusión y chicha te fuiste a Santa Cruz de la Sierra en lugar de La Paz.
Asientos para liliputenses y bandejas tan acéticas como insuficientes, o un chupito de Criadores maridado con la peor película de Jean-Claude Van Damme serán recibidos con simpatía, así como los destinos serán tratados con otro cuidado.
Venecia, cuya población depende del turismo en un 80%, es un ejemplo para recalcular la relación entre consumo y deseo. Todos queremos volver, y ellos nos esperan (menos, quizás, los seres que recuperaron la calidad de su agua y la extraña pureza de su aire). Volver a ser turistas exigirá cambios, algunos por miedo a las enfermedades. Otros, los más importantes, por sensualidad vital, por amor. Para conocer y exorcizar los maleficios, muchos de los cuales fuimos autores. El deseo mata monstruos, dios quiera que también fertilice destinos.