Detectar una grieta, una falla, un error de progresión (quiero decir: la inflación después de todo se manifiesta aquí como un esfuerzo de coordinación y gesto rítmico) basta a veces en la calle de las librerías para que a uno le cambie el humor. Cuando ese humor –por cierto– apenas admite hojear, ahora que se ha reeditado a un precio que solo podría costear el éxito prematuro, La tentación del fracaso”. (Julio Ramón Ribeyro se ha pasado toda la pandemia sin nadie que lo escuche toser. Ni Calvert Casey, que estaba a dos palmos: «El primer suscriptor de mi biblioteca circulante fue un anciano que tosía. Sospeché que la tos era una forma de recordarse a sí mismo que aún vivía»). Quiero decir: ¿un Crack-Up” a 250 pesos? (Desde luego: divinamente traspapelado). ¡Se me empañaron los anteojos! Languidecía como una curva de rouge en el lobby del Grimm’s Park de Hyères, al lado de The Great Crash, 1929”, y de una Historia económica mundial del siglo XX”. Esto es: en el estante equivocado (y no desentonaba). Hermosos y malditos” –por ejemplo– estaba a 2.400 pesos. Con la desventaja adicional de que El Crack-Up” practica a Hermosos y malditos” (y a casi todo Fitzgerald) como disuasión: apogeos (inmanencia) de una fragilidad indestructible. F. Scott-Fitzgerald era tres años mayor que Borges y ambos se ocuparon (con éxito) de hacer desaparecer el cadáver de sus juventudes (Fitzgerald a plena luz, Borges en una radiación todavía más sutil) y en 1940 –año en que Fitzgerald muere– ambos ya lo habían escrito casi todo. En El Crack-Up” propiamente dicho, sin embargo –esto siempre me vuelve a fascinar– los dos parecen apoyar la oreja sobre el mismo riel (aunque desde luego: arrodillados en diferentes filmes) cuando Fitzgerald escribe: «Yo sólo quería tranquilidad absoluta para pensar por qué se había desarrollado en mí una actitud triste hacia la tristeza, una actitud melancólica hacia la melancolía y una actitud trágica hacia la tragedia». Tranquilidad absoluta que sí parece consentir a Borges cuando un año después de la publicación póstuma de El Crack-Up” (esto es: diez años después de que Fitzgerald escribiera las suyas) Borges escribe, en 1946, las tan mentadas palabras finales de la Nueva refutación del tiempo”, que todavía dos décadas más tarde, en 1965, Jean-Luc Godard (que por momentos parece haberlo aprendido todo de El Crack-Up”, empezando por la metafísica del montaje, es decir: de Edmund Wilson) pondrá en boca de una I.A. en Alphaville”: «El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego». (Nada más triste –acaso–, nada más melancólico y más trágico, que un río, un tigre y el fuego.)
Con Hemingway, por ejemplo, que más bien rellenó el cadáver de su juventud con paja y lo puso sobre la chimenea (sus ojos de vidrio, en In Our Time”, ahora, de grande, me hacen sentir observado) Borges solo se llevaba un mes y tres días. En la historia de la eternidad eso es un non sequitur. Pero en una anotación de abril de 1967, Ricardo Piglia (en el primer tomo de los diarios de Renzi) detecta una concomitancia: «¿Cuál es su técnica cuando escribe cuentos?», le preguntan a Borges. «Omitir, en gracia de la brevedad, alguna parte de las cosas que he imaginado. Esto se hará sentir de algún modo», responde Borges. «Y Hemingway –copia Piglia– refiriéndose a uno de sus primeros cuentos [los de In Our Time”] responde lo mismo: se puede omitir cualquier cosa si se sabe qué omitir y que la parte omitida refuerza la historia y hace al lector sentir algo más de lo que ha comprendido”». Hemingway responde lo mismo, en efecto, más allá de que su respuesta pareciera ser –justamente– la parte omisa de la respuesta de Borges. O bien la de Borges sin omisiones. (Que, a diferencia de Hemingway, responde –piensa, Borges– con el mismo procedimiento por el cual se lo interroga). Pero más allá de la facilidad o impostura progre de diversificar la divergencia, debería ser, no obstante, en este tipo de conformidades subterráneas entre soberanías o sistemas necesariamente incompatibles (empezando por la lengua: Borges/Hemingway, Fitzgerald/Borges –o por qué no: Aira/Piglia–) donde más satisfactorio resultara desenredar, no lo sé, se me ocurre: como a partir de un lapsus de la conciencia histórica, cierto inconsciente literario (cierto caos circular) en condiciones de sugerir de un modo cuanto menos más inapropiado (menos regulado, menos íntegro) los rasgos o prevalencias de una generación más allá de sus hábitos históricos. Incluso más allá, naturalmente, de sus artistas. Busqué por cierto la posdata –iracunda, preciosa– de Reinaldo Arenas, en aquel prólogo de los ochenta, creo que, para la edición de Monte Ávila, no la cubana, que fue la segunda (la primera fue una traducción directa del manuscrito al francés). La encuentro ahora, en un Tusquets noventero: «Me informan que hay en esta novela –El mundo alucinante”–, escrita en 1965, influencia de obras que se escribieron y publicaron después de ella, como Cien años de soledad” (1967) y De donde son los cantantes” (1967). Influencias similares han sido señaladas en Celestino antes del alba”, escrita en 1964. He aquí otra prueba irrebatible, al menos para los críticos y reseñeros literarios, de que el tiempo [histórico, cronológico] no existe». No hay ironía en Arenas, o no más que insumisión: «No creo que mis novelas puedan leerse como una historia de acontecimientos concatenados sino como un oleaje que se expande, vuelve, se ensancha, regresa». Dirá también: «Así creo que es la vida». (Un misterio –una mónada– contra el que se pierde por cansancio, nunca por instinto de conservación). Es la marea del Tiempo de Blake –«por las que las generaciones de hombres corren sin cesar»– inundando el tiempo del novelista, objeto de estudio, mariposa monarca, de Frank Kermode: «una transformación del mero carácter sucesivo que ha sido comparada por escritores tan diferentes [otra vez: tan necesariamente incompatibles] como Forster y Musil, con la experiencia del amor, de la conciencia erótica».
Cosa curiosa: a una clienta –levanté la vista en el momento justo, después de leer que Fitzgerald, cuando leyó Now I Lay Me”, precisamente, de Hemingway, creyó que ya no se podría decir más nada sobre el insomnio–, a una clienta también, de la nada, se le nublaron los anteojos. Como si la lectura del libro que hojeaba, una frase al paso, una cláusula, hubiese alterado el curso natural de su respiración –la hubiese acelerado– debajo de la mascarilla. ¡Un réveil –un despertar en dónde– de las Noches Árabes! Cuando regresó el libro a la mesa me precipité hacia él. Abrí la mano (no el libro) dejando recaer el peso del lomo sobre la palma, para que el libro de algún modo la imitara, se abriera por donde acababa de ser cerrado, se me ofreciera. Un viejo truco de los espías de la RDA. No funcionó (no siempre funciona). Peiné unas páginas al azar. Por cierto: era esa novela de Zelda, Zelda Fitzgerald, Save Me the Waltz”, que en parte el azar, sí, pero en buena medida las maniobras menos pacientes de la buena conducta especulativa de la edición independiente habían puesto en mis manos. La misma buena conducta que en casi todos los locales eclipsa a Duras con Beauvoir u otras prefecturas descampadas (como hace más de medio siglo) y que nos impide tener noticias –se me ocurre ahora, que apareció el profesor Kermode– de Mary Woodworth. Su correspondencia central, en el gatillo mismo de la crisis moderna, con e.e. Cummings, Marianne Moore, Dylan Thomas, Eudora Welty, Elizabeth Bowen, Faulkner, Auden, Pound, Eliot, Forster, con D.H. Lawrence, con Adrienne Rich, con V.S. Pritchett. ¡Durmiendo en cajas! Preservando para qué otra edificante oportunidad de mercado esa coordenada de la cultura (la vitalidad) escéptica que fue su cátedra en Bryn Mawr, universidad (femenina, como se sabe) en la que en el otoño de 1965 [¿el tercer 1965 de esta nota?] todavía se podía citar a Hanna Arendt sin banalidad: «El hilo de la continuidad histórica fue el primer sustituto de la tradición. Por medio de él, la enorme masa de los valores más divergentes, las ideas más contradictorias y las autoridades más conflictivas… lo redujimos a un fenómeno unilineal, un desarrollo dialécticamente consistente», etcétera, etcétera.
Pero no, no encontré la voz eclipsada –acaso tan solo la fragilidad, una fragilidad sin fortaleza, sin imperio en el verbo, que para los escépticos es lo único que cuenta– que prometían los disparates de las solapas. Quiero decir: ninguna Silvina Ocampo, ninguna Elena Garro, ninguna Penélope, ninguna Zelda –no esa, al menos– Fitzgerald. La Zelda imperial, impelente, del par de relatos que firma junto a F. Scott en el Crack”, y que Edmund Wilson («durante veinte años había sido mi conciencia intelectual») incorporó no sin rigor prepositivo: Subasta: Modelo 1934” y Lleva al Señor y la Señora F. al número…”. Obras maestras de una materialidad casi angélica, irrepetibles, de canon pagano. Dos vitrales laboriosamente compuestos (¿por F. Scott, por Wilson?) para una entonación sin entre luces. «Lleva tanto tiempo llegar a California, y había tantos picaportes de latón, aparatos que evitar, timbres que apretar, y tal cantidad de novedades y de Fred Harvey, que cuando uno de nosotros creyó que tenía apendicitis nos detuvimos en El Paso». O bien en el Hôtel O’Connor, de la Baie des Anges, «donde viejas damas de encaje blanco balanceaban impasibles su pasado al ritmo arrullador de las mecedoras del hotel. Pero servían crepúsculos azules en los cafés de la Promenade des Anglais al precio de un oporto». O en el yardsaling de Subasta”, donde «las polillas también se habían comido un abanico de plumas azules pagado con el primer relato para el Saturday Evenning Post; era un regalo de compromiso –acompañaba al primer ramillete de orquídeas de una chica sureña–. Lo que queda del abanico no está en venta». Por cierto: cuando el oleaje vuelve a traer hasta F. Scott este último recuerdo en solitario, tres años después, en Éxito prematuro”, éxcipit, epifonema del Crack”, el color ha cambiado: «Gasté los treinta dólares en un abanico de plumas púrpura para una chica de Alabama». Como si la disolución tendiera al rojo. Como si la literatura fuera precisamente eso.