Sobre El secreto de los toros”, de Santiago Guindon. Otra vuelta editorial. 2019.
Podemos plantear tesis diversas sobre los primeros libros de cada escritor o escritora. En este caso, Santiago Guindon hace su aparición y se zambulle con afán en el clima retro, en el elemento noventoso y barrial que deglute las tramas y las mastica con fruición. Que no haya celulares casi en los textos, u otras aparatologías digitales, o hasta modismos actuales, no es indicio preciso de lo que señalo; más bien lo contrario, hay elementos, sensaciones, encuentros propios de gente que vive en el pasado, uno perpetuo, y a la hora de la siesta. Guindon escribe la noche de la siesta, en un entrevero narrativo que se puede enlazar a Ocio” de Fabián Casas, con cierto Guebel y Bizzio, El asadito”, de Postiglione, Las insoladas”, de Taretto, y la ternura de Historias mínimas”, de Sorín, entre otras.
Los siete cuentos del autor tienen la limpidez del rato vivido, confeccionados en una prosa diáfana, y una sintaxis de la fraternidad, pero con la fluidez pegajosa del paso del tiempo; el adjetivo táctil tiene aquí una connotación de demora, del imposible -y por ello doloroso- detenimiento de las alternativas del suceso narrado.
En el primer relato, Enero”, unos amigos se reúnen en la terraza del edificio de uno de ellos; allí suben las reposeras, ponen música, llevan la conservadora con cervezas, el fiambre, y se dedican a compartir historias durante la siesta. Se va armando, cada vez, un consejo de sabios ociosos”, en algo que es clave para leer estos cuentos del autor. El ocio de los sabios es el equivalente heroico del que transcurre la siesta despierto, ya que allí ocurren muchas cosas. Como lo que le pasó a Sandro”, uno de estos amigos, con el cantante Sandro de América. Luego hay otra historia, de otro de los narradores, con una viejita en un geriátrico, donde el delito y la marihuana son protagonistas, que hacen de Guindon acá un Arlt cariñoso, una letanía de la supervivencia al tiempo y al dolor. Otra clave, en el mismo relato, con este corro de amigos reunidos: Así, se escuchan las voces, pero no se ven las caras de los narradores ocasionales y eso vuelve más curioso el círculo, porque nos atrae conectar el sonido de la voz con una cara hipotética, y ver, cuando la brisa mueve el mantel o la sábana que sirve de obstáculo, si acertamos o no”.
Acertar la cara del hipotético narrador, tal como seguramente sucedía –y sucede- con las viejas narraciones orales, en la Edad Media, que pasaban de boca en boca con leves variantes cada vez, como enseña Ramón Menéndez Pidal en sus apreciaciones sobre la formación de los cantares de gesta. Las narraciones o cantilenas se producían antes de que los guerreros entraran a la batalla, antes de la gesta; en los cuentos de Guindon, las narraciones están, y la gesta es pasar y atravesar ese período de tiempo, la siesta, con algo que saque del sopor, que anule el propio tiempo. No importa la cara del que narra.
En el segundo cuento, El baldío”, el narrador aclara que hay que matar el verano”. ¿Cómo se logra eso? Jugando esos picaditos eternos, sí, eternos, hasta aburrir al universo del paso del tiempo, embalsamarlo, mientras hay algo, un monstruo de piedra que avanzará y dejará ensombrecida la felicidad de este grupo de chicos. Parecíamos una tropa sobreviviente mostrando sus andrajos como certificado de defunción del verano”. El verano termina con el último trago a la gaseosa, en envase de vidrio.
En El secreto de los toros”, hace su aparición Ceco, personaje tan libre como preso de su obsesión. Jorge, el protagonista narrador, se irá metiendo en una aventura un tanto fuera de la ley, pero para reconocer otras formas de vivir. Hay intriga, historia (con H mayúscula, en referencia a la única guerra que tuvo nuestro país en el siglo XX), hay autos Torinos, y hay nuevamente búsqueda de esa fraternidad barrial. Quería preguntarle (a Ceco) por qué se entusiasmaba tanto con un auto viejo, que era testimonio de las cosas muertas, del paso del tiempo y de los que se quedaban estancados en él, pero no me animaba”, expresa Jorge para él mismo.
Zamudio”, próximo cuento, presenta el derrotero de una familia en torno a la vida de una mascota equina, que es dueña y señora del cuento; la cosa sucede cerca de la plaza Colón; fíjense ustedes, lectores, dónde transcurre casi toda la peripecia del cuento anterior. En Méndez”, título tramposo que es un apellido a secas, aparece Carlos Rolleda, un duro profesor de educación física, quien recorta esos momentos de cofradía estudiantil sin elección posible; las clases de gimnasia del secundario en un horario inverosímil, con un clima desasosegante en un playón sureño. Este Rolleda, que castigaba con ejercicios por no cumplir con lo pedido en tiempo y forma, Sostenía una planilla que miraba como un viajero inglés del siglo diecinueve hubiera mirado la huella de un ñandú en la pampa desierta”. Una especie de darwinismo escolar, que hemos vivenciado de alguna manera, donde sobrevive la especie que mejor se adapta al clima y a la atmósfera de ciertas instituciones educadoras. Pero Méndez será algo especial, un titiritero ingenioso, que transformará las horas de gimnasia en un eterno presente de patadas, invierno y lealtad.
El autor incluye un cuento de raigambre policial. Se llama Mates con Madariaga”. No digo más. En tanto, el último relato, debe sostener el título que tiene, El amor no es más que una película de 120 minutos”. Y solo diré que lo sostiene. Y que es el mejor del libro. Una historia de amor, donde No dejaba de ser rara la forma en que dos personas, en apariencia demasiado diferentes, pudieran pasar tanto tiempo hablando sin ser presos de los silencios incómodos o los comentarios vacíos”. Para agregar algo sobre este relato (y en un círculo casi temporal), vuelvo al primer cuento, Enero”: El tiempo nos jugó en contra. Un copo de nieve que se volvió una avalancha”. Los personajes que cierran el libro son tan marionetas del titiritero tiempo, como cada uno de nosotros. El paso del tiempo es una medida de las cosas cuando esperamos el instante que nos saque de su linealidad y rompa su eterno desplazamiento”. Ese quiebre de la última línea de sol antes del atardecer dominical, la siesta cuya noche explora el autor desde la terraza de un edificio en algún barrio. La perla escondida en este último cuento, lo verán, es una carta, de un mazo de naipes, un as de corazón, que se sostiene arriba, etéreo, tal vez en una terraza, hasta que el fuego del tiempo lo hará crepitar.