Leí las novelas de Sergio Schmucler de un tirón, dejándome arrastrar por su extraña fuerza -contenida en unos casos, arrolladora en otros- hacia un lugar al mismo tiempo desconocido y familiar. Las leí en el orden inverso al que fueron escritas y, me di cuenta después, en el orden equivocado. No debe dejarse Detrás del vidrio” para el final. ¿Qué es ese texto? ¿Acaso una novela? (es su primera novela”, anuncia la tapa). No lo sé. Sí lo es su último libro, La cabeza de Mariano Rosas” (2018), por el que comencé. Un relato apasionante sobre muchas cosas, entre ellas sobre la honra. En él, Lucio V. Mansilla debe cumplir una promesa que hacía muchos años le había hecho a un indio cautivo: recuperar la cabeza de Panguitruz Güor, o Mariano Rosas, que se exhibía en el museo de Ciencias Naturales de La Plata, y restituirla a la tierra a la que pertenecía, junto a la laguna Leubucó. Allí había sido desenterrada y robada en 1879 por el coronel Racedo, que profanó su tumba para llevársela como trofeo de guerra y que solo sería devuelta a su comunidad de pertenencia en el año 2001.
Desde su exilio parisino, donde lee a Romain Rolland y a Apollinaire, y donde se vincula con poetas, músicos, anarquistas y saboteadores, el viejo Mansilla planea la operación. Asediado por los recuerdos del desierto en el que incursionó hacía muchos años, el autor de Una excursión a los indios ranqueles” atesora, al final de su vida, unas pocas verdades: descubrí que la civilización no quiere oler, que además de eliminar la noche, otro de sus grandes propósitos es eliminar el olor de la vida”. El elogio de la vida salvaje contra la asepsia civilizatoria, lo es también contra la razón política y los monstruos de sus sueños, que obligan a las personas comunes a luchar y morir por ellos, a hacer revoluciones, guerras, matanzas, desarraigos”, en vez de, como en realidad quisieran, disfrutar el calor del sol y el sabor de la comida y el olor de los cuerpos”.
En el modo de una sensible novela de amor por México, El guardián de la calle Ámsterdam” (2015) es un relato sobre la historia; más bien una teología de la historia signada por la repetición y pensada a partir de esa calle tan singular de La Condesa (la calle sin fin”), trazada donde antes hubo un hipódromo, y cuya forma oval resguarda el secreto del tiempo. Entrañable, Galo encuentra en la custodia de ese secreto que la calle oculta, una responsabilidad por la memoria de tantas vidas malogradas: judíos que huyeron de sus tierras para escapar de la muerte; republicanos españoles que lo perdieron todo, no solo una guerra; estudiantes que quisieron cambiar el mundo y acabaron masacrados; exiliados latinoamericanos con la derrota en la mirada… Junto a una buganvilia plantada en la niñez, que crece indiferente al fragor del mundo y los destinos humanos, la vida de Galo transcurre sin haber salido nunca de la casa donde espera: espera el regreso de su padre; espera a Ana, una niña que, de paso por allí, lo besó una vez (ambos finalmente regresan, pero para no regresar), mientras hospeda en ella a seres que quieren cambiar el mundo, o han querido hacerlo sin lograrlo. En el techo de la casa -donde suceden las cosas más importantes- transcurre una hermosa conversación imaginada, sobre la vida y la furia, entre Galo aún niño y un revolucionario argentino de paso por México, asmático, cuyo nombre evidente el relato sin embargo omite.
Más allá de la repetición de la historia y más acá de un delicado elogio del fracaso al que sucumben los seres malogrados por un anhelo de justicia, el relato de Sergio Schmucler logra captar algo universal encriptado en el destino de los seres: la vida que transcurre. Se acaba la lectura de El guardián…” con esa sensación en el cuerpo: sin narrarlo -pues se trata de lo inenarrable mismo- algo se revela en el relato más allá de lo que estrictamente cuenta. Algo que reconcilia con el tiempo y con lo que el tiempo destruye.
Es hermoso que Sergio haya sido capaz de escribir esa novela después de Detrás del vidrio” (2000), y por eso es importante leerlas en el orden apropiado. Aquí no hay reconciliación con el tiempo, ni con el espacio. Un relato también teológico, pero en sentido diferente: vivo en un mundo en el que las razones por las que pasan las cosas no importan. Simplemente suceden. Las cosas pasan porque pasan”. La militancia en Montoneros (con apenas 17 años), el desbande, el viaje a México, la desaparición de los amigos y de su hermano Pablo (con apenas 19), la saga familiar en lejanas aldeas judías centroeuropeas, la vuelta a Córdoba… Desgarrador en cada página, Detrás del vidrio”, como los libros anteriores, además de conmover por todo lo que cuenta, como si no bastara, logra hacerlo por lo que silencia.
Una ciudad hostil (¿lo habrá sido para Sergio hasta el final?) es descripta hasta la minucia en una cartografía de la muerte donde se abaten los años terribles (1974-1976). Sus páginas nombran una Córdoba atroz, ya sepultada aunque los lugares sean los mismos: el barrio Cofico, la bajada Roque Sáenz Peña, la Escuela Sarmiento, el Belgrano, el Carbó, el Deán Funes, el puente Centenario, la Plaza de Alta Córdoba, la Galería Cinerama, la calle Humberto Primo, las vías del Ferrocarril Mitre, el Parque Las Heras, el puente del Abasto, la calle Roma, la avenida Caraffa (donde Sergio y Pablo se vieron por última vez), cada calle de la ciudad se volvía un compañero que dejó de cumplir el control” (es decir, había sido chupado”).
En medio de tanta muerte, también aquí alguien protege el secreto del tiempo: la maravillosa persona que en el libro es Ana, su conmovedora integridad, atesora en su sola existencia una humanidad que quisiéramos sea heredada siempre por alguien y jamás se pierda en el mundo.