Cuando en 2007 Gonçalo M. Tavares publicaba el último tomo de su tetralogía sobre El Reino, lejos estaba de imaginar la situación que trece años después generaría el coronavirus. Y –sin embargo- con ese poder que sólo la literatura tiene, consiguió anticiparse a sus efectos más nocivos, por lo menos, los de orden cívico y político. Fue necesario que Giorgio Agamben iniciara sus reflexiones sobre la pandemia para que este texto –con edición argentina de 2012- volviera a transformarse en un clásico de la ficción internacional contemporánea.
Aprender a rezar na era da técnica” [Aprender a rezar en la era de la técnica] cuenta la historia de Lenz Buchmann, un joven intelectual de un país innominado que –siendo médico de profesión- se aventura en el terreno político cuando descubre que entre su actividad como cirujano y su responsabilidad como hombre público la única diferencia radica en el número de adeptos que se pueden conseguir para marcar posición en el mundo. Una cuestión de liderazgo, podríamos decir, si no se tratara de algo más sinuoso que tiene que ver con ejercer su voluntad y manejar la consciencia de los otros. Es cierto que en su formato no hay nada que se vincule a una epidemia, pero sí hay notas o referencias que transforman este libro en un manual para tiempos aciagos.
La novela del escritor portugués se divide en tres partes que se corresponden con la trayectoria existencial del personaje desde la infancia hasta el final de sus días. La primera de estas partes, «Fuerza» es más extensa y se detiene en el amplio arco que traza la evolución hacia la carrera gubernamental. La enfermedad y la muerte de la segunda y tercera parte, cumplen el papel de corolario nada más, y no sólo le ponen punto final a un ciclo vital, sino también a ese conjunto de novelas iniciadas en 2003 con la publicación de Un hombre: Klaus Klump”.
Al margen de estas categorías narrativas que se juegan en el diseño del texto, hay que ponderar el peso asignado a la ciencia que es lo que lo aproxima a Giorgio Agamben. El filósofo italiano presenta los tres grandes sistemas de creencias en medio de los cuales vivimos: el cristianismo, el capitalismo y la ciencia; y añade que, en nuestros días, «entre la ciencia y las otras dos se ha reavivado, sin que lo hayamos advertido, un conflicto subterráneo e implacable, en el cual la ciencia ha salido hoy victoriosa a la vista de todos, lo que determina de manera inaudita todos los aspectos de nuestra existencia». Con estas palabras, lo que le interesa destacar es la importancia de la opinión científica (de los infectólogos, en particular) en la conducción de la pandemia. No puede imaginar que se convalide un saber o una parcela de saber, como si de un dogma se tratara y que se estigmatice como impío a quien ose ponerlo en duda.
Es sabido que, a los gobernantes de turno, el 2020 les ha deparado una situación difícil de manejar y que, sensatez mediante, se dieron el trabajo de reclutar el mejor cuerpo de especialistas a su alcance para recibir asesoramiento. Sin embargo, este gesto no siempre ha sido suficiente porque lo que de ellos se esperaba es una decisión política independiente de los informes técnicos. Esta es la postura de Agamben desde el principio de cara a la cuarentena que para él no era otra cosa que la reedición del estado de excepción: «La causa de mortalidad más frecuente en nuestro país son las enfermedades cardiovasculares, y es sabido que estas podrían disminuir si se llevara una forma de vida más sana y una alimentación más adecuada. Pero a ningún médico se le ocurrió jamás que esa forma de vida y esa alimentación que aconsejaban a los pacientes, se volvieran objeto de una norma jurídica que decretase ex lege qué se debe comer y cómo se debe vivir, convirtiendo toda la existencia en una obligación sanitaria». Con el Covid-19 las cosas resultaron a la inversa y la obligación jurídica se impuso sobre el sentido común. Lo que el teórico acusa es el decisionismo estatal (más o menos potente según los casos) que ganó terreno en este tiempo. Y esto porque «parecería que, agotado el terrorismo como causa de las medidas excepcionales, la invención de una epidemia puede ofrecer el pretexto ideal para extenderlas más allá de todo límite».
Se puede estar a favor o en contra de estos enunciados y eso es irrelevante a esta altura. Lo significativo es desglosar esa suerte de colaboracionismo que se teje entre el saber médico y la autoridad pública y entender la conturbada relación que se esconde entre sus pliegues porque el dispositivo de bio-seguridad (que reemplaza el derecho a la salud por el deber de salud) se cierne como una amenaza. Es en este plano donde sienta presencia el escritor portugués, no sólo porque ilustra los reparos, sino porque pone sobre el tapete la dialéctica que conjuga esos extremos.
La «admiración» engloba el prestigio de la infectología en calidad de disciplina científica como así también el manejo de las estadísticas en la que se apoya, eso que nos permite saber si las cosas se han hecho y se hacen bien. Es relevante, claro, pero tanto como la «teoría del miedo» que está por detrás y que subroga la apreciación anterior, porque para que se ponga en marcha la maquinaria bio-política es necesario que el temor se avive conforme a esta lógica. Agamben distingue entre el miedo ontológico y el miedo psicológico, y nos dice que mientras el primero es un reaseguro de sobrevivencia y creatividad porque nos pone en estado de alerta, el segundo nos instala en ese «pantano en el que los motores no funcionan» de los que habla Lenz y nos transforma en siervos adictos al sistema. Es sutil pero relevante la diferencia y hay que tenerla en cuenta. En este orden, los actos de gobierno no pueden servirse del miedo psicológico si realmente están interesados en la racionalidad de sus argumentos. Por el contrario, deben fortalecer ese otro miedo, creativo y eficiente, que augura un futuro y no necesita de ningún dogma para mantenerse en pie.