Cuando todos en la familia pensábamos que tía Nena se quedaría para vestir santos, por fin encontró marido. Un señor bastante mayor que ella. Dos meses de relación y al altar. Pobre tía Nena. Iba rumbo a la luna de miel y enviudó. Nos explicaron que en el avión se le hizo una burbuja de aire en el cerebro y estiró la pata. Así volvió la hermana de papá, con el cuerpo de su marido envuelto en una bolsa negra y regalos para sus sobrinos.
Nos trajo, a Beto y a mí, dos robots a control remoto. Eran hermosos. No se parecían a ningún juguete que conociéramos. Los juguetes a control remoto de nuestros amigos eran autitos, y todos limitados en su andar por un cable. Nuestros robots eran inalámbricos. Corrían tan rápido como los autitos, hacían luces, bailaban, golpeaban con una espada y disparaban unos misiles plásticos que llegaban hasta veinte metros de distancia. Bauticé al mío como Cybertron, y Beto al suyo como Killerbot. A mi hermano se le ocurrió cambiar los proyectiles. Cortaba pedacitos de aluminio de las latas de gaseosa, los encanutaba y les sacaba punta raspándolo contra una pared. Ahora las armas de nuestros juguetes podían clavarse en las cortezas de los árboles o en cualquier otra superficie. También así hicimos sus nuevas espadas. No empeñamos en sacarle mucho filo.
Éramos la envidia de todos nuestros amigos. Todos querían jugar con nosotros.
Mientras tanto tía Nena sólo tenía un único tema de conversación: la desgracia de sobrevivir al amor de su vida. Organizaba aburridas misas tres veces a la semana a las que concurría toda la familia. Con Beto nos brillaban los ojos. No queríamos estar ahí rezándole a un flaco clavado a una cruz por el alma de un tío que no alcanzamos a conocer, preferíamos estar en nuestro patio intentando alcanzar a un gato con un misil de aluminio.
En el verano tía Nena nos invitó a pasar una semana al campo a la casa de Obdulio, el hermano de su finado marido. No queríamos ir, pero papá aceptó por nosotros. Nos dijo que la tía no estaba bien, que necesitaba compañía, que él iría si no tuviera que trabajar, que nos portáramos bien y que la tía, cuando se curara de la tristeza, sabría compensarnos.
La casa de campo era un ranchito modesto en medio de la nada. No tenía luz eléctrica, para ello tenía un generador guardado en un galpón que funcionaba a nafta y que se encendía únicamente a la noche. No había ni siquiera un arroyo donde pudiéramos nadar para calmar el calor y entretenernos.
Saludamos a Obdulio y pedimos permiso para ir a jugar. La tía pidió que no nos alejáramos mucho, y el dueño de casa nos advirtió de tener cuidado con los chiquitos de las casas del fondo, que eran bravísimos.
Tomamos los robots y empezamos a buscar por el lugar a algún bicho al cual cazar con nuestros misiles, pero no encontramos ninguno.
Beto dijo que si en la ciudad éramos los reyes por tan modernos juguetes, que me imagine la cara de los chicos del campo cuando los vean.
Activamos la función de música y luces, y los manejamos hasta las casas del fondo. Al escuchar el ruido de nuestros robots se arrimaron tres chicos de nuestra edad, uno tenía una pelusa oscura como bigote. Nos miraban fascinados. Comandé a Cybertron para que diera vueltas entre sus piernas y, como remate de nuestro acto presentación, lo puse a bailar. Aplaudían. Uno tomó el de Beto y lo levantó para estudiarlo.
Bonitos, che. ¿Para qué sirven? Preguntó.
Iba a responderle que para jugar, pero mi hermano se adelantó.
Para pelear, contestó. Pueden, en caso de ser necesario, matar.
Los chicos se rieron burlonamente.
¡Qué va a matar este pedazo de plástico! Dijo y devolvió el juguete al piso.
¡Que pelee con el General! Pidieron sus hermanos a coro.
¿Quién es el General? Pregunté.
Un gallo de pelea, dijo el de la sombra de bigote.
Entonces el mío, Killerbot, peleará contra el General, desafió Beto.
Acordamos la pelea. El gallo necesitaba pelear en ambientes cerrados porque si no se desorientaba y podía atacar a las personas. Sería esa noche en el galpón del generador.
Mientras volvíamos a la casa le pregunté a mi hermano si no tenía miedo de perder, de que le rompieran el juguete.
No, me dijo tranquilo. Es de plástico. Los gallos no tienen tanta fuerza como para atravesarlo. En cambio los misiles y la espada de nuestros robots sí pueden matar al bicho. Es una pelea ganada.
Cenamos con tía Nena y Obdulio. Nos llevaron hasta nuestra pieza y no nos dejaron solos hasta asegurarse de que termináramos de rezar. Apenas cerraron la puerta, tomamos nuestros robots y salimos por la ventana.
Allí nos esperaban los hermanos. El de la sombra de bigote cargaba una jaula cubierta por una manta. Entramos. Uno de los chicos nos indicó a la distancia de la pelea que teníamos que ponernos para evitar que el gallo nos atacara. Descubrieron al General y vimos a un gallo a medio desplumar con una expresión asesina en la mirada. Beto colocó a Killerbot en el centro del improvisado cuadrilátero. Para generar épica a la pelea puse a Cybertron en una esquina y activé las luces y el modo de baile. A la cuenta de tres soltaron el gallo y entendimos que comenzaba el combate.
El General saltaba en su lugar y aleteaba buscando contra quién pelear. Para informarlo de que era contra un juguete, Beto lo chocó con el robot. El animal trastabilló hacia atrás y le tiró un picotazo que lo tumbó. Mi hermano, con un movimiento rápido del control remoto, volvió a ponerlo en guardia. Trató de embestirlo pero el gallo lo esquivó con facilidad y saltó sobre él. Se posó sobre la cabeza y con las garras intentaba arrancársela. Dio varios trompos en el lugar para marearlo hasta que el ave se soltó. Beto entendió que el General era capaz de destrozarle a Killerbot, y decidió acelerar el final. Apuntó y le disparó. El misil le dio en un costado. Se hundió entero. Las plumas se tiñeron de sangre. El gallo estaba enfurecido. Aleteaba rabioso en el lugar y tiraba picotazos al aire. Los hermanos alentaban con gritos al General y pedían que destrozara al robot. Mi hermano volvió a disparar. Todo se puso oscuro, apenas podíamos ver qué pasaba por las luces de colores que proyectaba Cybertron. El misil había dado en el generador. Tiró un picotazo certero y la cabeza de Killerbot llegó rodando hasta los pies de Beto. Mi hermano disparó su última munición, y ésta se perdió en lo oscuro. El galló saltó sobre su rival tumbándolo. Allí lo atacaba con el pico en el pecho, mientras que con sus patas se esforzaba por arrancarle un brazo. Beto ya había perdido, su robot ya estaba roto, sólo le quedaba salvar su orgullo. Jugó su última carta, la espada de aluminio en el brazo sano de Killerbot.
Pobre tía Nena, se quedó para vestir santos y con dos muertos a sus espaldas: su marido, fallecido camino a su luna de miel, y su cuñado, que le agarró un infarto del susto al entrar al galpón del fondo de su casa y encontrar a un gallo decapitado, todavía salpicando sangre a borbotones, bailando al ritmo y las luces de un robot de juguete.
Juan José «Juanci» Laborda Claverie
(San Luis, 1980) Estudió Comunicación Social. Docente y escritor, es también editor de Color Ciego Ediciones. Publicó el volumen de cuentos Historias e histerias (2017), la nouvelle El cirujano (2018), y los poemarios Insert Coin (2019) y Cómo enamoré a Schwarzenegger, repelí una invasión alienígena y arruiné a Danny DeVito (2020). Participó en numerosas antologías locales y nacionales de narrativa y poesía. Recibió premios y menciones en diferentes concursos narrativos. Desde 2011 conduce Cuentos Criollos, programa radial sobre la nueva narrativa argentina, que es retransmitido en distintas emisoras de todo el país. Coordina talleres de redacción literaria para niños, adolescentes y adultos. Colabora con reseñas para Revista Kundra, Sólo Tempestad y para Radio Nacional San Luis. Está a cargo de la realización de audiolibros para Editorial Nudista.
Los cuentos de Juanci Laborda Claverie son una celebración del placer de estar vivo. En ellos se amalgaman la serena nostalgia por la infancia, los desamores de la adolescencia y la angustia de la vida adulta pero siempre con un toque de humor que nos recuerda que cualquier cosa que pase es buena antes que aburrirse.