Qué tristeza infinita, me dice un amigo. Ay ay ay, tan valioso.
No hay mejores palabras para el dolor.
Hace tres años, en Jujuy, tomamos un taxi en la puerta del hotel donde se alojaban Liliana Herrero y Horacio González. Yo andaba también con ellos, invitada a la Feria del Libro, pero en otro hotel.
Digo, tomamos un taxi, y Horacio da la dirección de adónde nos dirigíamos. El señor lo mira atentamente, hace un silencio profundo y yo pienso: ¡sonamos! Pero el buen hombre dice, casi con devoción: Esa es la casa de Milagro”. Y no para de hablar todo el camino de ella. Le debe el taxi y tener una casa. Le debe gratitud para toda la vida. Le debe el trabajo, el bienestar de sus hijos, la pobreza superada. Habla de ella como de una madre protectora.
Cuando llegamos, no quiere cobrarnos. No cobra a nadie que vaya a la casa de Milagro. Nos da un pequeño papelito y nos dice: díganle a Milagro que Félix reza por ella. Por favor, entréguenle este boleto porque ella reconoce mi taxi.
En la puerta, un policía nos pregunta el motivo de la visita y nos retira el documento. Habrá de entregárnoslo a la salida, en una casita al lado de la de Milagro, usada como cuartel para la custodia.
Está de más decir que los tres pensamos en las épocas de dictadura, cuando solo con decir un nombre o mostrar un documento podías jugarte la vida.
Milagros se estaba bañando. Salió a recibirnos con el renegrido cabello mojado, y se abrazó a Horacio con un sentimiento que aún me acongoja. Presencié una de esas escenas que nunca hubiera soñado. Una escena íntima y, a la vez, histórica. También fui parte de una conversación increíble. Liliana y yo decíamos algo, de vez en cuando, pero no era mucho ni parecía inteligente lo que pudiéramos agregar. Su detención; su prisión domiciliaria; los encuentros con los compañeros de la Tupac; las visitas más que ilustres; el desfile de gente de pueblo que dejaba cosas en la puerta; la espera y la esperanza; la injusticia; las lecturas; el curso de economía y el de historia; las clases de gimnasia; el vértigo de la destrucción.
Y esa conversación centrada en la lucha, en el peronismo, en los años 70, en los cambios, en la difícil articulación con la izquierda, en las organizaciones populares, en los momentos del presente.
Aún era presidente Macri, y Milagros imaginaba la vuelta de Cristina al poder (Alberto no estaba en ningún horizonte).
Debo a Rodolfo Pacheco, el curador de la Feria del Libro en 2018, esa invitación. Pero más debo a Horacio el momento iluminado en que pude escucharlos.
Adiós, Horacio. Qué tristeza infinita.