Inspirado en la fascinación que despertó en su adolescencia la obra del poeta entrerriano Juan L. Ortiz (1896-1978), de quien recientemente se cumplieron 125 años de su nacimiento, se acaba de publicar La casa de los pájaros”, un libro del poeta y periodista Mario Nosotti que propone un viaje íntimo y reflexivo por la vida y la obra de Juanele, sostenido en un minucioso trabajo de investigación que incluye testimonios, lecturas, fotos inéditas y documentos.
Todo comenzó en 1986, cuando Nosotti tenía 20 años y en un dossier del Diario de Poesía descubrió la imagen del poeta entrerriano, quien con ese aire de atención afable, entre oriental y campesino” –como describe en su libro- atrapó al joven, abriendo la puerta a un camino sin retorno.
Ese primer encuentro de algún modo selló el pasaporte de un viaje. Seguí leyendo a Ortiz como quien sigue un rastro, perdiéndome en sus versos y estudiándolos, viajé a Entre Ríos, conocí a su familia, hablé con los amigos directos que quedaban vivos, gané una beca para investigar su obra y por algunos años, tuve una librería con el nombre de un poema suyo”, cuenta el autor al inicio de La casa de los pájaros”, libro editado por Universidad del Litoral, que amalgama ensayo y biografía para desentrañar el misterio que esconde la figura de Juanele.
Me gusta pensar a Ortiz como ese que hace trampas, un duende que disemina falsos señuelos, que no indica, que tan solo presenta. Trampas, gestos, astucias, intrigas a través de las cuales la vida real ha sido puesta en juego”, escribe Nosotti en uno de los pasajes de su libro, aludiendo a la forma en que la biografía de Juan L. Ortiz se inscribe en una serie de poemas que puntúan su obra.
Ortiz nació en Puerto Ruiz, departamento de Gualeguay. Luego se mudó con su familia a Villaguay, donde vivió una etapa decisiva y una infancia campesina” –en palabras del mismo Juanele- y a los 17 años, poco antes de finalizar el colegio, partió a Buenos Aires para estudiar Filosofía y encontrarse con la bohemia literaria de los años 20.
Su primer libro, El agua y la noche”, lo editó en 1933 cuando tenía 37 años, empujado por su amigo poeta, Carlos Mastronardi. Pero la poesía ya había despertado en el autor el interés de algunos iniciados y curiosos. Irrumpió en la literatura argentina como un escritor difícil de encasillar, porque como indica Nosotti en su libro «no se trataba del poeta regionalista, el cantor del paisaje, el de cierta idealización de la vida en su comarca», así como tampoco «era un poeta ligado a la vanguardia, a la retórica y la experimentación que por esos años (finales de los años 20 y primera mitad de los 30) ya había dejado su impronta en la literatura argentina a través del grupo Martín Fierro». Y acota: «Tampoco era el prototipo del poeta social -casillero en el que se lo enroló muy pronto-, por el contrario, fue su particular manera de inscribir ese concepto lo que lo distinguió».
– ¿Cómo fue el proceso de escritura a lo largo de 10 años de trabajo? La idea inicial era hacer una biografía y luego el libro se transformó en algo más abierto, acercando al lector al poeta de un modo reflexivo, íntimo, sostenido en un gran trabajo de investigación.
– Fue un trabajo intermitente, de tanteo, que recién hacia el final fue encontrado su forma. Empezó con la idea de un ensayo sobre cuestiones como la referencialidad, la experiencia, etc. y después se torció hacia la zona más biográfica. En el medio empezaron a colarse las notas de un cuaderno personal que no tiene nada que ver con mi trabajo literario. Pero, como dice la poeta Mercedes Roffé, la frontera entre experiencia vital y experiencia creativa nunca es nítida. Me di cuenta que esas entradas podían dialogar con los textos del libro y fue en esa amalgama que de a poco le fui encontrando el tono. Por otro lado, el trabajo biográfico me llevó a investigar distintas fuentes, a buscar documentos y a viajar a los lugares por donde Ortiz pasó (que no son tantos) en busca de testimonios, y también de vivenciar personalmente esos espacios. Y creo que esto último le aporta al libro cierta solidez que no tendría si se tratara solo de mis conjeturas o de una narración más ficcional.
– ¿Dónde radica la importancia de la obra de Juan L. Ortiz en la poesía argentina?
– En la coherencia interna, en la consecución no programática, sino de una implicancia profunda, de todo un sistema de alusiones (temáticas, formales, ideológicas), que plasman una forma de mirar y decir, únicas en nuestra literatura. Hasta en esos poemas más cortos y directos, de apariencia sencilla, tenues viñetas emocionales” dice García Helder, hay un ethos que los distingue, que los hace distintos. Esto para no hablar del arsenal de recursos que Ortiz pone en marcha y que lleva poco a poco al extremo. Y también, obviamente, la tan mentada imbricación entre su vida y su obra, la construcción más o menos voluntaria de una figura de autor. En el caso de Ortiz, no es sencillo separar todo esto. Todo eso es Juanele.
– El libro despierta ganas de leerlo, ¿este fue también un disparador a la hora de escribir sobre su vida y su obra?
– Es difícil sostener en un ensayo largo el interés del lector, no caer ni en la mera conjeturalidad ni en el tecnicismo académico, en la jerga de los especialistas. Yo vengo de la poesía y hasta entonces solo había escrito reseñas, notas críticas, pero nunca algo por el estilo, así que fui aprendiendo a escribir con este libro. Escribir para mí es eso: insistir, probar caminos.
– Hoy, a la distancia, ¿cómo recordás aquel momento en que descubrís a Ortiz a tus 20 años, leyendo Diario de Poesía. ¿Qué fue lo que fascinó de sus poemas y de su impronta y a seguir su huella durante tantos años?
– Antes de ese dossier del Diario, había oído hablar de Ortiz en la primera reunión de un taller literario al que llegué de casualidad y al que nunca más volví. Me quedó eso, el nombre, y la referencia de que era un gran poeta secreto y del interior”. Después con el informe del Diario de poesía vi por primera vez su estampa, leí algunos poemas, una cronología y los aportes críticos que ahí se hacían. Yo desde adolescente quería ser poeta y Juan L. condensaba de pronto todo lo que para mí significaba eso. Algo muy adolescente y también algo profundo, verdadero. Desde ahí seguí siempre leyendo y escribiendo poesía, y durante varios años, ya entrado el siglo XXI tuve una librería llamada El Gualeguay.
– ¿Cuánto influyó su obra en vos como poeta?
– No sé qué influencia haya tenido en mi escritura. Algo de esa voz que parece que no es de nadie y es a la vez personal y afectiva, me interesa. También esa atención a lo invisible, lo que está por detrás de lo aparente o lo que llega a través de lo que se manifiesta. Pero ocurre que uno puede admirar a un poeta y no aspirar a escribir como él. Hay muchos poetas que me gustan casi tanto como Juan L. Me interesa una estela un poco caprichosa que empieza en Mallarmé, sigue en Lezama, y llega por Ortiz hasta Arturo Carrera.
– En un pasaje «La casa de los pájaros» aparece una cita en la que Juanele define a la poesía: «Naturalmente… siempre se busca la poesía… es tan fugitiva como podría serlo la felicidad tal como la conciben los hombres», dice. ¿Coincidís con esa idea?
– Y sí, la poesía es fugitiva, inalcanzable, vamos tras sus migajas porque son migajas de oro. A Juan L. le interesaba la poesía que se escribe, la que plasma la escritura como la que está afuera, la que no está limitada. Ortiz se opone a cierta profesionalización del trabajo del poeta y en un reportaje dice: Yo me dejo vivir, la vida me atraviesa, me transporta. Analizar mi propia poesía sería interferir esa corriente que me toma y me lleva y me trae. Y eso me parece, si no peligroso, por lo menos frívolo. Hay algo más que está antes y después de la poesía. Interferir sería sugerir una sistematización de la experiencia poética misma, incluso de aquella que nos parece más viva, más abierta. Es difícil, tal vez imposible, porque la poesía –como la vida- resiste todo intento de definición».