Quizás todo esto sirva para darnos cuenta de qué necesitamos y qué no, me dice. Estamos en la vereda, es mayo de 2020. Me entrega un libro: Historia de las abejas”, de Maja Lunde, una novela coral de ciencia ficción sobre un mundo devastado en donde se extinguieron las abejas y hubo que reorganizar absolutamente todo.
Leo ese libro y se lo presto a un vecino. Es agosto de 2020: quizás esto nos ayude a entender qué estábamos haciendo bien y qué mal en este mundo inmundo, le digo, y él me mira como se mira a alguien que se equivocó de fiesta de cumpleaños. El libro no lo lee, pero le presto otro, uno de terror, en donde un pueblo entero comienza una masacre. Parece que lo divierte hasta que una madrugada lo escucho gritar como un poseso. A la semana me devuelve el libro y me dice gracias como quien espera que le pidan perdón.
Veo al vecino en una foto, meses después. Está en la inauguración de un local gastronómico. Estoy viendo la foto en la casa de dos amigos: hace tiempo que no nos juntábamos. Pasamos esa noche recordando cómo eran las cosas antes de que esta parte de la historia comenzara, lo que podíamos hacer, lo que un día volverá. Ese es mi vecino, el que tiene pesadillas, les digo señalando la foto, y entonces me cuentan que en ese local gastronómico se encontraron con una amiga en común. La vimos muy bien, me dicen. Parece que está pensando irse a vivir a otra provincia.
¿En serio estás pensando eso? le escribo a ella, una fase y media más tarde. Es abril de 2021, siempre quedamos en encontrarnos, pero siempre hay horas de trabajo o un contacto estrecho de distancia. Sí, me responde, esta no es una ciudad que se preste al diálogo. Le digo que bueno, que entonces no hable más conmigo. Nos reímos con emoticones. ¿Cómo estás?, me pregunta. Sigue siendo el 2020, le digo. Totalmente, me dice. Después hablamos de los libros que leíamos, de los que quisiéramos leer, y también de que por alguna razón estamos leyendo menos. Nos acordamos de una escena, en uno de esos libros, en que una mujer describe una iglesia que se quemó completamente pero a la que las personas siguen yendo a rezar.
Después encuentro esa misma idea en un libro que acabo de comprar. Es un libro de esos que respiran, que parecen vivos, que te atrapan en su cadencia. Entro a clases, salgo de clases. Recibo mails, mensajes, audios de wapp. En una de las clases digo que hay muchas formas de terminar una historia, pero que hay que pensar qué es un final”. Propongo retirarse un rato antes del final imaginado, y cerrar la historia antes de llegar a decirlo todo: irse con la puerta entreabierta y con las preguntas suspendidas en el aire. O sea: si hay una pareja discutiendo, finalizar la historia justo cuando están por discutir fuerte, o incluso apenas después. Si las abejas han desaparecido del mundo, los humanos están tratando de arreglárselas para que la vida sea vivible” y entonces alguien cree encontrar una solución, quedarse a pensar allí, antes que la solución se expanda y llegue la pócima del final feliz. Detener la tentación de patear al arco: así llamo a esos finales”, me escribe una alumna, experta en escuchar.
Camino por el parque, pensando y a la vez dejando de pensar en estas cosas.
Un muchacho tiende una cuerda entre dos árboles y comienza a hacer equilibrio sobre ella. Me ofrece intentarlo. Le hago gesto de que no e insiste. Le digo que no hace falta, que el mundo se parece, hace tiempo, a una cuerda tendida entre las cosas.
Espero que puedas dormir esta noche sin pensar cosas malas, me escribe mi hermana menor. No sé para qué mundo me estoy preparando, no me dice. La gente no aprendió nada de nada, dice mi madre.
No se lo digo a nadie y lo escribo ahora: me sorprende incluso mi propio deseo de que vuelva a la normalidad”. Parece que hemos llegado a ese punto: desear que las cosas se parezcan a lo que eran antes de la pandemia, sea como sea que sea. Igual todavía no puedo ahondar en esto, no doy con las palabras justas.
Dejo de leer. Pasa el tiempo. Cada día se parece al mismo día junto a la promesa de que alguna vez llegue la época anterior.
Me vuelvo a encontrar con el hombre del principio. Una vez me dijiste que quizás todo esto serviría para darnos cuenta qué necesitábamos y qué no, le digo. Yo no dije eso, me dice. Creo que sí, le digo. Bueno, me dice luego de pensárselo un poco, así es como lo viví yo. Pero no creo que sea lo que le pase a la sociedad. Estoy harto de ver que la gente hace como si nada, le digo. Entonces se queda duro, casi como si estuviese en pausa. Y entonces responde: sería más fácil hacer cualquier cosa si reconociéramos el estado de ruina al que llegamos.
Le compro dos libros: en la tapa de uno hay una mariposa clavada sobre una estalactita. En el otro, cómo no, hay una cara completamente borrosa, salvo por las orejas.