Por Mario Trecek
Mientras se encienden las brasas, tomaremos un vino para contarles que la novela de Antonio Tello es una narrativa que parece tradicional, previsible, pero a poco de andar uno descubre el encabalgamiento de los finales de cada apartado, guiños certeros de un narrador que posee destreza en el uso de su herramienta, el idioma.
El maestro asador” parece un texto canónico, y hasta demasiado castizo, pero no es caprichoso, ya que el autor vive mitad de año en su país natal, y mitad en Barcelona. El exilio le dio dos patrias, familia afincada en España, y trabajo en Río Cuarto, donde desarrolla su actividad periodística, cultural, literaria. La realidad siempre achica las cosas que el recuerdo agranda”. Una mirada retrospectiva, pero no nostálgica, sino afectiva, agradecida, reflexiva, donde el asado es el pretexto, el tránsito del atolondramiento a la mesura. De lo enseñado a lo bien aprendido para el uso práctico de la paciencia, del saber esperar, matar la impaciencia. El ansia de llegar o acabar lo que se hace antes de que sea su tiempo, se pierde”; y agrega otro ingrediente: voluntad y paciencia”, se lo sugerirá su padre, y se lo dirá expresamente El cordobés”, un borracho, que, como los niños y los locos, confirma la sabiduría popular, que siempre dicen la verdad. Saber esperar es un arte tan importante como la técnica” El que no sabe esperar pierde… y el que pierde en la vida, se queda sin nada que esperar”.
Esta novela se podría encuadrar dentro del género de iniciación, o aprendizaje, lo que los alemanes llamaron Bildungsroman”, que nos remite a tantas obras posteriores, como Herman Hesse, con Demian”; o Retrato de un artista adolescente”, de James Joyce; la emblemática historia del niño David Copperfield”, de Dickens, o Thomas Mann con En busca del tiempo perdido”. De esto se trata esta novela, del tiempo recuperado, de su paso, y que no sea en vano. Valiéndose de elementos autobiográficos, nos hace reflexionar sobre el ejercicio de la memoria emocional de la infancia, de las tensiones almacenadas en la vida de la madre, de la abuela, hermanos, para ganar la atención, la aprobación del patriarca omnipresente, para pertenecer al grupo, a la familia, a la estirpe, y para ello hay que pasar ciertas pruebas.
Carl Jung dice que en todo adulto yace un niño eterno en constante formación, y el de la otra escuela psicológica, Freud, afirma que no hay diferencia entre el escritor y el niño que juega. En su trabajo El creador literario y el fantaseo” postula: todo niño que juega se comporta como un poeta, porque crea su propio mundo, o mejor dicho inserta en un nuevo orden que le agrada, toma muy en serio su juego, y emplea en él grandes montos de afecto”; y diría de efectos, porque con su destreza narrativa Antonio Tello no hace evocar recuerdos de infancia y valorar los recursos estéticos que se emplean.
Hablemos del protagonista, del narrador que en primera persona nos contará de algo tan argento, como el asado, de la vida y su derrotero: no en forma lineal, sino con avances y retrocesos, como una película que hace feedback para poder interpretar el presente. Una novela de iniciación que cuando Don T le obsequia a su hijo mayor un Solingen, cuchillo y tenedor, serán los elementos iniciáticos de un ritual bien argentino: la llave, el talismán para pasar de niño a joven habilitado, incluido en el clan, y en un plan vital.
En Estética de la creación literaria”, Mijail Bajtin dice que esto de contar la propia experiencia de vida ya lo había hecho, en Ciropedia”, Jenofonte, narrando su niñez, infancia, juventud, hasta la llegada al trono de Ciro. Bajtin dice que estas novelas de iniciación tienen como un subgénero, las de vagabundeo, la de pruebas, y las biográficas; El maestro asador” tiene de las últimas. Estas novelas de educación, de aprendizaje, tienen en nuestro país por lo menos dos obras emblemáticas, que nacieron en un mismo año, 1926: una en un espacio rural, la otra en la ciudad. Don Segundo Sombra”, de Güiraldes, con un Fabio Cáceres educado” por el veterano; y El juguete rabioso”, de Roberto Arlt, donde el chico es alumno de la universidad de la calle” y en su vagabundeo se vuelve resentido, golpeador, porque la vida lo golpea. En nuestro caso hay violencia, pero siempre mediada por un querer ser, una ética, una magia, un fuego que no quema por quemar, sino que arde para asar, para transformar lo crudo en lo cocinado con la mediación del fuego. Para que lo comestible nos haga seres sociales, que comparten una cultura, una gastronomía la liturgia del asado, el rito no es tradición sino celebración de la amistad” y que el fuego, es la dimensión humanizante, es la Guerra del fuego”, de las que nos muestra en su película Jean Jacques Annaud. El trato con el fuego me era tan familiar que intuía que sus chispas, sus llamas, sus colores y sus sonidos eran parte de un lenguaje mayor que algún día llegaría a descifrar cada una de su miríada de voces y, como un médium, escribiría su historia”.
No carente de humor, como cuando los hermanos se fueron a robar un panal a las lechiguanas en el campo vecino, la carrera de burros, la trampa y el aprendizaje con los hermanos rivales, los hijos de Don Cuello, pero como eran contrincantes, pasarían a ser los Hermanos Cogotes”, un modismo argentino, un lunfardo que a los lectores españoles les indicaría que hay distintas palabras, para un mismo idioma.
Hay intertexto, pero sin estridencias, cuando aparece Osvaldo Guevara, poeta riocuartense, donde somos testigos de otro episodio de iniciación: Don T invita a su hijo, el Nelo, a que luego de escuchar la música de Barboza alguien puntee una tonada puntana, para recitar los versos de un poeta que el niño no sabía (pero sí nuestro autor) se trata del que le escribió a los algarrobos, y a los pájaros; no se lo menciona, pero nadie duda que es tocayo suyo, don Antonio Esteban Agüero, y acto seguido, cuando concluye el ejercicio de trovador, de juglar, evocará a los sapos de la Oda de Guevara, y la audiencia canta una que saben todos, como la Zamba de mi esperanza”, pero aquí es otra zamba: Sapo cancionero”.
Y además de Nietzsche aparecerá Borges, porque donde hay cuchillos hay gresca, y como le había enseñado su madre, a las armas las carga el diablo, y un cuchillo que probó la sangre no podía eludir su sino”, y nos cuenta con pesar que ese mismo cuchillo degollaría a su perro, Capitán”, o el otro, que su padre usará para chucear a un atrevido.
Hay que leer esta novela porque es una vía láctea, un cosmos, un universo de historias que hacen a su narrador, y su autor, seres luminosos, como las estrellas que observaron en las sierras de Calamuchita, cuando vivió un tiempo en un obrador de una mina de tungsteno en Pueblo Escondido, un socavón hoy abandonado, cuasi fantasmal, ruinoso pero sabiendo que allí vivió gente, tuvo sueños, y como toda acción extractivita, cuando se termina lo valioso, el inversor parte, y solo queda el polvo del recuerdo. Una de estas pepitas de oro la guardé para el final, una suerte de telescopio de la vida, para ver que cada historia de un ser humano es de novela, pero no una novela. Que para ello hace falta técnica, como le enseño el mago en su infancia, y que uno nunca debe develar el truco, que ahí está la gracia: El cerro áspero en Calamuchita es la clave. Así como ver al satélite Sputnik con la nitidez de una vivencia o la opacidad de un sueño”, depende del punto de vista, del punto de observación. Estar en la cima de una montaña, como el poeta japonés Wang Wei, o en un lugar donde el sol sale dos veces”.
Hay muchas cosas que suceden bajo la piel de la realidad, en la oscuridad, bajo los párpados. La tradición es el fuego que nutre a los poetas”. Los aguiluchos (ave augur como en Aquiles de los pies ligeros) sobrevuelan la cima del Cerro Áspero, señal que nuestro autor, ya anciano, el desterrado, quizás tenga que regresar donde la familia, que no es acá, sino allá, en España. El destierro, una patria que nunca podré abandonar”, porque aprendió que después de los exilios el horizonte es una frontera que no existe”, y la última lección de esta educación sentimental será casi un mandato: Si, tendrá mucho para leer”, dijo Don T, y saber que toda obra literaria es como un buen asado: reunión, algarabía, familia, y, cuando se van los invitados, después de haber aprendido a mirar el cielo como a las brasas, siempre queda un sentimiento como al rescoldo, tibio, que se irá apagando suavemente, en ese calor único del que habla el Dante”. Resta decirles: Provecho.