Los distintos grados de confinamiento que imprimió la pandemia, el uso extendido de la tecnología y cierta incompatibilidad de las rutinas hogareñas con una demanda desmedida de productividad cambiaron la percepción que tenemos del tiempo: algunos no saben qué día es, a otros se les pasa la jornada volando, para muchos es difícil acotar el espacio de lo laboral y para todos es complejo lidiar con la incertidumbre.
¿Por qué los días parecieran colarse entre los dedos? ¿Por qué pasan lento y rápido a la vez? ¿La post pandemia traerá otra forma de usar el reloj?
La medición del tiempo actúa, como propone el escritor francés Olivier Marchon en su libro «30 de febrero, y otras curiosidades sobre la medición del tiempo», como un barniz tranquilizador.
Cuando se rasga, nos aparece desnudo y no podemos evitar hacernos las preguntas más esenciales: «Nombrarlo, contarlo, nos da la ilusión de que lo controlamos y permite, tal vez, ahorrarnos la pregunta angustiante sobre su esencia», sostiene.
Los filósofos Diana Sperling y Darío Sztajnszrajber, el psicoanalista Luciano Lutereau y la economista Lucía Cirmi analizan la nueva forma de entender este tiempo rasgado.
«No sabemos qué es el tiempo, pero intuimos cómo nos afecta. La pandemia inscribió una marca fuerte porque nos da la impresión de que vivimos en un presente constante, una suerte de espera sin un horizonte claro. Lo vital se posterga», advierte la filósofa Diana Sperling. Según su percepción, el pasado se achicó y el futuro todavía no se avizora: «Estamos suspendidos y eso nos acerca a la condición animal”.
El tiempo nos tiene encorsetados, el presente continuo es como un magma que atrapa. «El futuro hoy es una hendija muy pequeña que todavía no permite abrir la puerta para ir a jugar», define la autora de «Filosofía para armar», para quien la perpetuación del presente origina distorsiones en la percepción.
Al pensar en el paso del tiempo se dan dos fenómenos que parecen contradictorios: la percepción inmediata y la percepción retrospectiva están relacionados inversamente. Es decir, cuando salgamos del magma y recordemos, nos parecerá que todo ha transcurrido muy rápido porque no serán tantos ni tan variados nuestros recuerdos.
«Con las distintas formas de confinamiento asistimos a una desestructuración de nuestra experiencia, del orden temporal y espacial. Cuando se dice que vivimos un suceso ´extraordinario´, esa palabra remite a que se sobrepasa la normalidad construida hasta el momento. El afuera y el adentro, es lo primero que implota. Y, después, el orden calendario, que marca lo productivo, también entró en jaque», reflexiona el filósofo y escritor Darío Sztajnszrajber. Para analizar la extrañeza que nos genera esta ruptura, le gusta recurrir a aquella escena en la que Hamlet ve al fantasma de su padre y dice: «El tiempo está fuera de quicio».
«La figura del fantasma es interesante porque implica la difuminación de la frontera entre la vida y la muerte. Sí, colapsaron las fronteras. Y ante eso, hay una clara reacción para resistir a ese desajuste: hay intentos de permanecer en la productividad como si nada pasara», advierte el autor de «Filosofía a martillazos».
Aun sin caer en aquella idea trillada de que «crisis es oportunidad», el filósofo sí cree que la pandemia permitió repensar hasta qué punto nuestro tiempo estaba enajenado. «Se abrió una fisura de oportunidades para ir a fondo con otras cuestiones. Kairos, esa deidad griega con un mechón en la frente, y una balanza desequilibrada rompe con lo lineal. Representa la idea de tiempo como ocasión, para mover algo. Ahora se mueve Kairos para repensar nuestros vínculos, la vocación, la relación con lo doméstico y lo más existencial», asegura Sztajnszrajber sobre cómo la pandemia, aún con todo ese magma de presente continuo que trajo, terminó operando sobre el futuro.
¿Y qué vendría a romper Kairos? Tal vez, una noción alienada del deseo. «El tiempo ligado a la idea de productividad es una creación del capitalismo. Antes, se medía por la sucesión de las generaciones. Otras culturas se refugiaron en percepciones circulares», recuerda Sperling, para dejar en claro hasta qué punto se trata de una construcción de época.
El psicoanalista Luciano Lutereau advierte que hoy la avaricia no solo está ligada a la cuestión económica: «El tiempo es lo que más se recorta. Hay un componente en esa avaricia que consiste en llevarlo a algo que se pueda cuantificar, como si fuera un elemento que se puede determinar de esa forma». Lutereau resalta que es justamente en la experiencia amorosa donde no se cuantifica. «Si algo tiene de interesante el amor es que sentimos que el tiempo no entra, que quedó afuera de esa experiencia, decimos: «¡Uy, ya pasó!», el tiempo nos sorprende», recrea.
Los smartphones, como la representación más condensada y popular del uso de la tecnología, se convirtieron en hogares móviles, y su uso nos sustrae de espacio temporal y espacial. Las ecuaciones son las que suelen dejar en claro hasta qué punto el tiempo se licua. Por ejemplo, 30 minutos menos en redes sociales por día implican, a lo largo de un año, la lectura de 30 libros.
Una suerte de dieta detox aparece como la solución para que el aparato no consuma al usuario: existen aplicaciones que prometen límites al uso, técnicas conductuales para adquirir rutinas o hackeos a la adicción como esconderlo en un lugar secreto de la casa.
La pandemia atentó contra ese dique interno que intentaban algunos usuarios previo a la llegada del coronavirus: el aislamiento, el trabajo remoto y aburrimiento sumaron horas frente a las pantallas. Como si fuera una reacción a esa vida conectada, volvieron las rutinas de raíz más analógica: cocinar, escuchar música, leer clásicos voluminosos y hasta mirar por la ventana para seguir la rutina de los vecinos.
El retorno al hogar no necesariamente implicó una forma novedosa de administrar las horas, sino que, en muchos casos, reforzó esquemas de lo más tradicionales. Lucía Cirmi, economista y directora nacional de Políticas de Cuidado en el Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad, advierte que en la vida prepandémica subestimábamos qué tanto era el tiempo dedicado al cuidado. «Pero en la pandemia, al salir menos de casa y al ser testigos de cómo otras cosas se paralizaban, vimos cómo el cuidado estuvo más presente que nunca, como un trabajo sin horario», reflexiona y apunta que las estadísticas del Indec reflejan que en 7 de cada 10 hogares las tareas del hogar se incrementaron y que ese peso recayó sobre las mujeres. «Todos estos cambios hicieron que se romantizara menos el teletrabajo, creíamos que era más sencillo cuidar y trabajar desde casa”.
Para Sztajnszrajber, asistimos a un cambio existencial: «Más allá de la administración, la nueva temporalidad nos arrojó a repensar los vínculos. Se rompió la dinámica de la familia moderna en la que los padres salían de la casa a trabajar todo el día y se reencontraban a la noche, de forma casi furtiva. ¿Cómo es ser padre y madre todo el día? Vamos a notar cambios en todas nuestras relaciones».
Acelerado o enlentecido, vaciado de recuerdos por el encierro, retaceado por la alienación de la productividad o invisibilizado en la pantalla de un celular o detrás de las tareas de cuidado, el tiempo pareciera haber perdido su viejo poder de barniz tranquilizador.