¿Qué hay para ver en Córdoba?

Por Franco Gatica

¿Qué hay para ver en Córdoba?

Miércoles, 10.14 am. Museo Evita Palacio Ferreyra. Nivel cero. El modelo” (composición) de Enrique Borla. Óleo sobre tela, 139,5 x 115,5 cm. Año 1931. Contiene varias de las cosas que me interesan del arte y la expresión: el revés de la obra, la forma previa a la forma, el sentido vacilante de la escena y un irónico corrimiento de lo que se espera sea la obra de arte.

La modelo, en este caso desnuda, no por ello se presenta abierta: melancólica, la mujer está abstraída, muy lejos en sus pensamientos. Sin querer decir lo dice todo su mirada.

El pintor, en cambio, se involucra, intenta advertir qué es lo que le es esquivo. Supongo que el arte, cuando se convierte en una necesidad expresiva independiente de las intenciones, funciona de manera similar: una búsqueda ciega de lo que no se puede arrebatar, de lo que apenas con suerte esbozamos, en una relación tirante con el modelo que la realidad nos va presentando (mientras ésta se escurre).

Habitualmente dudo cómo comenzar. Hay un texto previo -apenas una frase, la mayoría de las veces- que me ronda, que de alguna manera me inquieta y vengo trabajando, o más bien me viene trabajando el texto a mí. Mi duda persiste al punto de obstruirlo por completo, descartar. Entonces retomo optimista las sabias líneas de Fogwill, el peor: Algunos escritores le tienen miedo a la literatura. ¿Miedo de qué? Si ser escritor ya es fracasar. ¿Qué peor te puede pasar?”

Hay días de la semana que no tienen sentido, pero los miércoles son los que menos sentido tienen de todos (los días). Al fin, ¿quién hace planes los miércoles? La Agencia Córdoba Cultura. Quizá por eso se ponga en relieve la palabra agencia y se disimule ministerio: un velado prejuicio por lo público.

El tránsito en Nueva Córdoba es simplemente demencial cuando todavía no ha comenzado el día: hoy nublado, muy feo, un cielo barroso que enloquece a cualquier obsesivo. No somos pocos los que preferimos no pagar la entrada en un contexto donde a nadie le parece un escándalo que los museos (¡del ámbito público!) tengan una tarifa para el ciudadano, vecino, contribuyente o cómo quiera cada gestión política prologarlo.

10.09 am. De que los miércoles se pueda ingresar a los museos sin pagar no se obtiene que la entrada sea accesible: se debe escanear un código QR, crear una cuenta, llenar formularios, después volver a llenarlos, repetir contraseñas, comprar la entrada (el absurdo valor de $00,00), primera tanda de alcohol rociado, una nueva escala dentro del edificio y vuelta a llenar formularios (esta vez el fantasma analógico nos asalta, con una lapicera, después de la segunda tanda de alcohol).

Finalmente, ingresar.

Vine a ver un cuadro que recuerdo de otras visitas. En un campo panorámico, el pintor había retratado la mañana en la incipiente ciudad, el cauce próspero y marrón del río Suquía, la zona original y los alrededores de lo que hoy es el Mercado Norte. Todas calles de tierra. Como en el litoral, mujeres lavando ropa en el río.

El autor (no recuerdo su nombre, además no lo encontré, el cuadro ya no está exhibido) pintó desde algún lugar de la barranca que se levanta hacia Alta Córdoba. Me fascinó la primera vez, y es lo que vine a buscar nuevamente, el detalle y el parecido de esa toma de principios de siglo XIX con el paisaje que hoy se ve desde esa misma barranca. Vivo cerca de ahí y suelo caminar por la vías del tren que acompañan más arriba un tramo del bulevar Los Andes.

10.22 am. ¿Para qué el arte? Una pareja se saca fotos en uno de los salones del palacio. Selfies”, es preciso decir. Sonríen por la mañana, toda una epopeya. No solo se toman fotos: se preocupan por la calidad de las mismas: el foco, calibran el encuadre entre tiro y tiro. Venir al museo no para adorar a las musas -solemnemente- sino para adorarse a uno mismo y mostrar a los demás esa adoración. Es algo también fascinante.

El hecho, supongo, se convirtió en viral. Me llegó a través del grupo familiar de Whatsapp, que es donde se suelen colgar este sinfín de cosas grotescas. Un equipo de búsqueda peina una zona previamente delimitada: buscan a alguien que ha sido denunciado como extraviado. Intervienen los vecinos con sus linternas, se grita el nombre del perdido y bajo la luna ladran perros.

Uno de los vecinos se une al rescate, colabora como buen paisano que es. Grita -lo hace con entusiasmo- el nombre del perdido, que casualmente también es su nombre.

Esto sucede durante horas.

En algún momento, producto de la lucidez que el cansancio y el alcohol combinan, el hombre se percata de que a quien buscan es a él y finalmente grita, rodeado de bomberos atónitos: ¡Estoy aquí!”. El turco Beyhan Mutlu (50 años) había desaparecido después de tomar algunas copas con sus amigos y terminar deambulando por un bosque. Un romántico.

El arte posiblemente sea eso, en parte: un largo proceso de búsqueda, rodeado de extraños que vociferan tu nombre, en el que no hay más remedio que encontrarse a uno mismo.

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