Al salir de la cárcel, después de cumplir una condena de cuatro años por asesinar a su hijo, la aldea ya no existía. Cuenta la historia que el hombre pasó la Navidad en lo que fueron los restos de su casa. Al amanecer, fue hasta el poblado vecino, donde se encontraba uno de los jefes nazis y confesó ser habitante del poblado desaparecido. Pidió que lo mataran. Como al resto de los hombres de Lídice. Como a la mayoría de las mujeres. Como a casi todos los niños. No le creyeron. Se le rieron, incluso. Fue su mayor condena. Frantisek Saidl murió en 1961, andando en bicicleta, camino a su trabajo. Sin siquiera poder contar el dolor de ser un sobreviviente. Y al mismo tiempo un asesino.
El principio de la historia bien podría situarse el 1 de octubre de 1938. Ese día, Inglaterra, Francia e Italia cedieron a Alemania una zona montañosa perteneciente a Checoslovaquia: los Sudetes.
A cambio, Adolf Hitler se comprometió a consultar periódicamente en caso de que algún hecho pusiese en peligro la paz. A los representantes de la República Checa ni siquiera se les permitió el acceso a la sala de deliberaciones. Alemania tomaría, paulatinamente, parte de su territorio a partir de ese octubre. Y a los habitantes de la Bohemia se les permitiría participar de una consulta en la cual decidirían” ser parte de Alemania.
La cronología indicaría que las tropas alemanas ya se hubiesen apropiado de Lídice aquel 19 de diciembre de 1938 en que Frantisek Saidl mató a su hijo Eduard.
Saidl era metalúrgico y mujeriego. Y al parecer su esposa estaba enferma. Eduard, con un palo en la mano le recriminó no pasarle dinero. Frantisek se defendió con un cuchillo. Una sola puñalada detuvo el corazón de apenas 27 años. Después se entregó. Lo condenaron. La cárcel lo salvó de la masacre.
La masacre de Lídice es uno de los episodios más sangrientos y difíciles de comprender de la negra historia de la Segunda Guerra Mundial. De nada habían servido las concesiones del Pacto de Múnich. En 1942, el asesinato de un alto oficial nazi iba a desatar otra locura.
Reinhard Tristan Eugen Heydrich, considerado uno de los oficiales más ocursos del nazismo, era en 1942 protector” de Bohemia y Moravia. Con 38 años, su vida militar era una colección de operaciones y muertes de miles de personas. Tantas y tales que sólo nombrarlas produce escozor: La noche de los cuchillos largos, en 1934; La noche de los cristales rotos, en 1938; Noche y niebla. Hitler lo llamaba el hombre del corazón de hierro”.
Al encuentro de su jefe iba Heydrich aquel 27 de mayo. A mitad de camino entre Praga y Dresde fue herido. Una mina antitanque explotó sobre su auto, detenido por un comando de paracaidistas checoslovacos entrenado por ingleses. Murió de septicemia el 4 de junio. Para vengarse, Hitler iba a hacer desaparecer Lídice.
Ante la ira de Hitler, se necesitaron pruebas escasas: dos hombres nacidos en el pequeño poblado se habían unido como voluntarios a la aviación británica a principios de la guerra: Josef Horák y Josef Stríb. El comando había sido entrenado por británicos. Y, para agregar malos entendidos fatales, un tal Václav Ríha había escrito por esos días una carta a su amante, en la que decía que ya no podrían verse porque se incorporaría a la resistencia checa”. La despedida terminó en manos de la Gestapo. En el interrogatorio, Anna Maruscákova -la amante- dijo que una vez le pidió Ríha que informara a la familia Horák de Lídice que Josef se encontraba bien, en Inglaterra. Fue todo.
El 9 de junio de aquel verano del 42, el ejército alemán entró a la aldea. Fusiló uno a uno a 172 hombres. Después a las mujeres. Sólo separó a una decena de niños y mujeres que, por sus características físicas, podían relacionarse con el ideal de la raza aria.
El resto de los niños -82- fueron enviados al campo de concentración de Chelmo. Murieron asfixiados días más tarde.
El ejército alemán cumplió a rajatabla la orden de Hitler de hacer desaparecer el pueblo. Trabajaron por meses removiendo, uno a uno, los muertos del cementerio, destruyeron la iglesia, rellenaron estanques e incluso desviaron el río para que nadie que pasase por el lugar recordase que ahí habían vivido hombres, mujeres y niños.
Un monumento estremecedor recuerda el horror. Son 82 niños de bronce. La mirada perdida hacia el vacío, el horror. Miran para recordar. Esos lugares desde donde la humanidad ya no vuelve.
Ese espacio vacío al que una vez regresó Frantisek Saidl. El asesino de su propio hijo, condenado al oprobio de conocer la historia más dolorosa y, al mismo tiempo, no poder hablarla. Sin siquiera volver a ver a una de sus hijas, sobreviviente.
Con el tiempo, fueron fusilados incluso los amantes.
Jaroslava Sklenicková, una de las mujeres que vivió para contarlo, solía recordar que, a pesar de los años, un grito no la dejaba dormir: si me entregás, seguirás siendo mi madre”, eran las palabras de un niño llorando.