Juana Inés de la Cruz es considerada una de las mujeres más reconocidas y brillantes de tiempos coloniales. Nacida el 12 de noviembre de 1651 en San Miguel Nepantla, en el virreinato de la Nueva España (hoy México), su vida y obra despertaron interés desde el siglo XVII, y ello fue por la posición destacada que alcanzó en la sociedad en la que vivió, ya que por entonces las mujeres tenían vedado el acceso al mundo intelectual.
Desde muy pequeña, Juana mostró disposición para aprender, y a los 13 años inició su educación bajo la tutela de su abuelo materno, quien disponía de una biblioteca en una hacienda de Panoayán. A los cuatro años sabía leer, y a los seis fantaseaba con vestirse de varón para asistir a la universidad en la ciudad de México. Siendo ya una joven, fue nombrada dama de honor de la virreina, la marquesa de Mancera, y en la corte salió airosa de una evaluación a la que la que fue sometida por 40 varones, entre ellos literatos, teólogos y cortesanos destacados de la época.
En 1667 ingresó al convento de San José, de la orden de las Carmelitas Descalzas, por considerar que era un espacio propicio para desarrollar sus estudios. Como ha señalado el catedrático español José Carlos González Boixo, Juana hubiese deseador vivir sola, soltera, pero tuvo que recluirse en un convento para librarse del sometimiento al varón en el matrimonio; aunque el claustro no era ajeno al modelo social, ya que las monjas también eran tuteladas por los hombres de la iglesia. Pero la disciplina de las carmelitas la enfermó, por lo que decidió entrar al convento de San Jerónimo, donde tomó sus votos definitivos en 1669, cuando contaba con 18 años, y en el que permaneció hasta el día de su muerte. Allí también estudió, escribió, fue admirada y protegida, pero también, perseguida, envidiada y hasta castigada.
En su celda particular del convento llegó a poseer más de 4.000 libros, y gran cantidad de objetos científicos que indican su interés por la astronomía, las ciencias naturales y las matemáticas, según la profesora mexicana Elena del Río Parra.
Desde allí participó de la vida literaria y mundana de México: llevaba una actividad intensa y creativa, escribió tanto para la iglesia como para la Corte, para grandes fiestas religiosas y profanas. Entre los numerosos visitantes y protectores que la frecuentaban, podemos contar los virreyes marqueses de Mancera, el arzobispo fray Payo Enríquez de Ribera; el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, entre muchos otros, sin olvidar a los condes de Paredes, amigos entrañables de Juana.
Las primeras ediciones de su obra fueron realizadas en España a finales del siglo XVII, con las que la monja cobró fama como autora de la mejor poesía colonial. Aunque la primera iniciativa editorial la tuvieron los Paredes, en 1689 y con el título de “Inundación Castálida de la única poetisa, musa, décima sor Juana Inés de la Cruz”. Entre ese año y 1725 su obra literaria, recogida en tres tomos, fue editada en diversas imprentas españolas, nada menos que en 19 ocasiones. Pocos autores del barroco tuvieron el privilegio de que sus obras fueran reeditadas tantas veces y en tan corto plazo; sobre todo, si tenemos en cuenta que escribía poesía amorosa. Y que era una mujer.
La edición promovida por Juan Camacho Gayna y editada por Juan García Infanzón, en Madrid, hacia el siglo XVII, cruzó el Atlántico, recorrió extensos y polvorientos caminos y llegó hasta Córdoba, para ser albergada en la biblioteca jesuítica.
Gracias a una publicación promovida por la Universidad Nacional de Córdoba, a inicios del siglo XXI, sabemos que bajo el título de “Poesías varias” quedó consignada su presencia en el catálogo de la biblioteca del Colegio Máximo, que fue elaborado por los jesuitas en 1757 y que convivía junto a más de 3.000 títulos.
Un manuscrito que, según el investigador cordobés Esteban Llamosas, pervivió al extrañamiento y al lento proceso de dispersión de la biblioteca. Lamentablemente, no sabemos en qué remesa pudo haber llegado. La Compañía traía asiduamente libros de Europa, y así fue nutriendo su biblioteca a lo largo de los siglos XVII y XVIII; tampoco conocemos la suerte corrida por estos tres tomos tras la expulsión de la orden jesuita. Pero me gusta pensar, cuando paso frente al Rectorado antiguo de la Universidad Nacional de Córdoba, que los jesuitas sumaron a su maravillosa biblioteca –conformada en gran medida por obras de Teología, Filosofía y Derecho todas escritas por varones-, los poemas de una mujer cuya verdadera pasión fue el saber y la interrogación sobre el mundo. Nadie como ella, escribió el poeta y ensayista belga Jean Claude Masson, dio testimonio de transitar esta vida con gran resolución, ardor y valor.