La plaza San Martín a diario concita la presencia y el tránsito de cientos de personas. Cercada por el cabildo y la catedral- exponentes arquitectónicos ineludibles del poder del pasado colonial-, en la actualidad se la habita como espacio de sociabilidad, de fiesta y concentraciones populares, pero también donde se expresan múltiples reclamos sociales y políticos.
Durante varios siglos atrás, en tanto Plaza Mayor, acogía a diario el mercado de abastecimiento de la ciudad, fue escenario de fiestas, procesiones y hasta se transformaba en plaza de toros cuando se festejaba el día de san Jerónimo; pero también allí se aplicaban castigos corporales y de vergüenza pública que disponían las autoridades judiciales, sobre quienes habían definido como delincuentes y pecadores.
Como ocurrió con el mulato cuyo nombre no aparece en los documentos del Archivo del Arzobispado de Córdoba, que fue azotado amarrado a una cruz durante el último cuarto del siglo XVIII, por orden del alcalde de primer voto del cabildo, Francisco Xavier Usandibaras. Los hechos devinieron en escándalo, no porque esta persona fuera azotada ante la mirada de todos, sino porque se lo hizo amarrado a una cruz, con lo cual se encendieron las alertas de la Inquisición local.
Cabe recordar que desde inicios del siglo XVII, Córdoba contó con una comisaría de la Inquisición que trabajó bajo la dependencia del tribunal de Lima, en una ciudad que formaba parte de la gobernación y obispado del Tucumán, situada al sur del virreinato peruano. Por ese entonces, ya existía una universidad gestionada por los jesuitas -la única en toda el área después de La Plata, en la actual Bolivia-, y tenía una activa vida social y cultural en relación con los parámetros regionales, marcada por la presencia de numerosas iglesias, conventos, y monasterios.
La cruz, en tanto objeto piadoso, era venerada como el instrumento sagrado en el que se obró la redención de Jesús, y generalmente era llevada sobre el pecho, como símbolo de fe. Por lo tanto, la Inquisición española se ocupó de vigilar el decoro y su uso adecuado, pero también de las demás imágenes de culto y devoción cuyo empleo había sido promovido e impulsado por el concilio de Trento desde 1563.
Lo cierto es que, ante la envergadura de lo sucedido, el comisario de la Inquisición Pedro Joseph Gutiérrez informó al tribunal de Lima sobre el hecho, al que calificó como “atroz, irreverente, y escandaloso delito que cometió contra la venerable y santa cruz”. La información fue acompañada por un descargo formulado por el mismísimo Usandibaras -seguramente asesorado por sus cercanos que tenían mucho que perder por este asunto o por quienes se desempeñaban en la Inquisición local-, en vista a lograr una disminución del castigo que se le podía impartir.
Porque Francisco Xavier Usandibaras, no era cualquier juez, pertenecía al poderoso grupo de los Allende y allegados -también conformado por los Salguero, los Xigena, los De la Quintana y los Arrascaeta-. Todas familias que formaban parte de la política local hasta casi finalizar el siglo XVIII y cuya cuya eficacia y fuerza radicaba en la unión que mantuvieron sus miembros a lo largo del tiempo.
Lo cierto es que el comisario Gutiérrez recibió una carta orden desde Lima, fechada en 2 de mayo de 1775 y que ofició de sentencia- en la que se solicitaba que citara y reprendiera en privado a Usandibaras para que “en adelante se abstenga de tan inconsiderados y perniciosos hechos”, a lo que se añadió rezar el rosario durante dos meses-.
Lejos, muy lejos de los castigos públicos y el tratamiento que recibieron otros procesados por la Inquisición, ya que contra él no se llevó adelante un proceso de tipo inquisitivo formal, ni tampoco se solicitó su envío a Lima- posiblemente por la distancia, así como la entidad social de uno y otro de los actores que estuvieron involucrados-. Gracias a este caso, evidenciamos otra forma de trabajo de la Inquisición, más pragmática, menos formalista y que no escapó a las dinámicas del orden social establecido.
Veintitrés años después, Usandibaras murió mientras gozaba de la pertenencia a ese grupo de poder y fue enterrado con el hábito de Santo Domingo en la capilla de Nuestra Señora del Rosario de dicha iglesia. Del mulato amarrado a la cruz que fue azotado en público, nada sabemos. Él, como tantos otros, formó parte del colectivo que era pasible de ser azotado, no sólo para que recibieran un castigo, sino también como disciplinamiento de quienes estuvieran contemplando la ejecución.
Según el destacado investigador norteamericano Steve Stern, la aplicación de esta pena no solo era un ritual y castigo comunitario, sino un instrumento de humillación asociado con los menores de la familia. Y si bien Usandibaras ejercitó una violencia legitimada, ya que como alcalde estaba habilitado a imponer un castigo, no lo estaba con el instrumento que eligió: la cruz, en lugar del rollo que se encontraba situado en la Plaza Mayor. Fue entonces cuando – siguiendo al historiador español Pedro Ortego Gil-, la “pública ignominia” que podía padecer el azotado se invirtió y recayó sobre el mismísimo alcalde.
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