En una novela maravillosa del escritor italiano Erri de Luca, un viejo cazador entabla un duelo personal con un enorme antílope macho. Atraviesa la montaña de lado a lado, siente el frío en sus pies, cree desfallecer a veces, pero no se detiene. El antílope como objetivo ha puesto un disparador en su cabeza y un arma en sus manos. Después de mucho tiempo de persecución finalmente lo mata. La pregunta que queda flotando es si él le ha dado muerte o el animal ha elegido su muerte y en ese momento último, el antílope será el verdadero vencedor. El cazador carga al pesado animal y camina varios días dificultosamente, cada vez más trabajosamente en la nieve, tratando de volver a su pueblo antes de la llegada definitiva del invierno. En un momento, una mariposa se posa sobre la cornamenta del animal y su mínimo peso los derrumba a ambos, sellando así destino de cazador y cazado.
La novela se llama El peso de la mariposa, bellísima metáfora para mostrar de qué manera hasta lo más leve, lo más ligero, lo más inesperado, puede hacer justicia.
“Fue la pluma añadida a la carga de los años, la que lo derrumba. Se le oscureció la respiración, las piernas se endurecieron, el latido de las alas y el latido de la sangre se detuvieron al mismo tiempo. El peso de la mariposa había caído sobre su corazón, vacío como un puño cerrado”
En las tradiciones amerindias el colibrí se asocia con la lluvia porque su vuelo leve y suspendido asemeja las gotas y recuerda la luz del agua. Es símbolo de lluvia, abundancia y fertilidad de la naturaleza.
En medio de los incendios que azotaban las sierras, encontré una mañana en el jardín de mi casa, a los pies de un membrillo de adorno que iba terminando su floración, un colibrí de cola larga, de esos que mi libro de pájaros dice que se llama Sappho sparganura (Sappho sparganurus) o “picaflor cometa”.
Estaba caído, cubierto de una ceniza leve que a su vez se había posado también sobre el pasto vuelto amarillo por la impiedad de la helada. La ceniza misma parecía ingrávida, sutil, como el colibrí etéreo en su reposo, ingrávido como un ángel. Como la piedra redondeada y gris, como las pocas hojas de algunos árboles, como el jazmín amarillo con las abejas que van y vienen hacia un panal que no logro descubrir.
Esa noche comenzó a llover.
Como si a la depredación causada por los seres humanos, la naturaleza nos respondiera que toda muerte tiene su fiesta de resurrección. Nada más venturoso en esos días que la lluvia mansa que alejó la amenaza de los incendios.
Armé un huequito, coloqué allí unas hojas que había arrastrado el viento y capa sobre capa arropé al pajarito que ya no podía mirar el cielo.
Un antílope, un colibrí, una leve mariposa, unas abejas pueden vencer la pesadez del mundo. Solo hay que saber leer su sacrificio y el apóstrofe de nuestra indignidad que no tiene nada de leve y mucho de insoportable.
“¿Quién gime? Hilillo mi voz, cara negra que dice, ni siquiera voz: No saben lo que hacen// Presta atención lector/ Es el clamor de la tierra”, nos advierte Ines Aráoz.