Cada dos o tres días suele pasar caminando, por la calle de mi casa, un muchacho moreno cuya mayor seña de identidad es el pelo “rasta”. Siempre lleva un morral y, si hace frío, guarda sus rastas debajo del “tam”, o sea, del típico gorro tejido rastafari, verde, amarillo y rojo: los colores de la tierra. Siempre nos saludamos mano en alto y dejamos que nuestros respectivos perros se ladren prolijamente, haciéndose los guardianes.
Me da un poco de gracia, porque cuando pasa con el gorro hace un gesto como de llevarse la mano a la cabeza, como un antiguo señor que se tocase el ala del sombrero.
Es seguro que sabe que el nombre rastafari, propio de la cultura reggae jamaiquina, está tomado del apelativo que en Etiopía le daban al emperador Hailie Selassie, reconocido como el Ras (príncipe) Tafari (el que merece respeto), quien pertenecía a una dinastía que se decía descendiente del bíblico rey Salomón y la reina de Saba.
Judíos negros legaron al rastafarismo esas raíces hebreas, y la mezcla con las religiones nativas del Caribe y África, en gran medida tejidas con diversos matices según los diversos pueblos y los diversos tiempos. Ya se sabe que lo practicaba y difundió el inefable Bob Marley, en una idea de trascendencia que mezclaba fiesta, alcohol, marihuana y religión. Una religión para la cual el regocijo es un precepto importante.
Mezcla, por otro lado, nada ajena a muchas culturas amerindias.
Cuando hace calor, este muchacho suele llevar las rastas atadas con un piolín de colores, y pasa en malla y usutas, chancleteando hacia el río. También es seguro que sabe que esas usutas (ojotas) eran, originariamente, un tipo de sandalias usadas por los indígenas andinos, y que más allá de los materiales (cuero, tela, goma, ahora plástico) y de la moda hawaiana, nunca dejaron de usarse en las culturas milenarias de America Latina, a pesar de los intentos de los españoles de “civilizar” a esta gente, empezando por la ropa y siguiendo por el alma.
Esto está fuertemente retratado en los lienzos, pinturas y esculturas religiosas que los sacerdotes encargaban a los artistas de la época y que, a falta de alfabetización, servían para mostrar ejemplos de lo que no se debía hacer.
Contrariamente al rastafarismo, ya sabemos que el catolicismo oficial no se ha destacado por su alegría festiva.
Por ello, me acuerdo del lienzo de Carbuco, pueblo de Bolivia, pintado en 1684 por José Lopez de los Ríos, por encargo del cura de la region, y que representa al “Infierno”. Este infierno, que nada tiene que envidiar al de El Bosco, trataba de adoctrinar a los indígenas acerca de los peligros de la idolatría y al hecho de dedicarse a “cosas de bárbaros”.
Lo sorprendente es que la tela -nos cuenta la investigadora Gabriela Siracusano- es exactamente igual a una pintura mural sobre el Juicio Final que se encuentra en la catedral de Vank, en Isphahán (Irán), pintado aproximadamente en 1640. Hay que decir que cualquier coincidencia no es casual, porque la cultura de la copia estaba ampliamente extendida en el siglo XVII y el original parece haber sido un antiguo grabado medieval.
El caso viene a dar por cierta la idea borgeana de que todo plagio es original, porque en esta representación de Carbuco los rasgos musulmanes de los condenados fueron reemplazados por los rostros de indígenas acusados de idolatría, y el de un puñado de españoles condenados por vivir de juerga permanente.
Almas sufrientes y pecadoras, cuerpos retorcidos, gestos de dolor, figuras terribles, sombrías y trágicas representadas con un exceso de rojos, bermellones y negros acompañaban, sin dudas, las palabras con que se predicaba al pueblo para provocar el arrepentimiento. Aunque, en las culturas andinas, lo material y lo sagrado se imbricaban profundamente, y en las fiestas religiosas cristianas hombres y mujeres amerindios celebraban sus propios rituales disimuladamente: la diosa Madre se escondía tras la Virgen María, y los diablos y las diabladas tenían una naturaleza ritual y festiva, como ocurre hasta la actualidad.
Como es de suponer, también había lienzos con escenas celestiales, representaciones de la “Gloria” para los que prometían ser buenos; ángeles, querubines, música celestial y cantos gregorianos, o algo por el estilo. En las representaciones predominaban los blancos, azules y dorados para beneficio “de los justos queridos de Dios”. Tampoco hay bailes en este, Cielo porque la diversión se asociaba al paganismo y los “regocijos pecadores”.
Estos cielos e infiernos propios de la imaginería cristiana debían conmover a quienes se proponía convertir a una religión considerada la única verdadera, por ello, las imágenes adquirían fines moralistas y presuntamente salvíficos. Y ocultan la violencia ejercida sobre la vulnerabilidad de los pueblos aborígenes, a veces rebeldes, otras aceptando la sumisión como estrategia de supervivencia.
Porque está claro que este orden simbólico impuesto sostenía, sobre todo, un programa político, una intencionalidad de dominación que no se ubica en un fuera de tiempo, sino en su propia temporalidad histórica -marcada por una linealidad hacia un futuro promisorio y sacrificado- que rompía la circularidad de los rituales festivos indígenas y la idea de que nada es que no haya sido.
Algunos domingos veo a este muchacho, y un grupo de sus amigos y amigas, tocar la guitarra, el bombo y los tamboriles y bailar animadamente a orillas del río. Si se da la ocasión, también venden algunas artesanías, dulces caseros y, claro, trenzas y gorros rastas.
O sea, están de fiesta y nadie se escandaliza, por supuesto, en un pueblo con cura un domingo por mes y con gente que hace un culto de la sombra de los árboles y de esa “pax” algo anarquista de no obedecer mucho a nadie.
Se sigue, entonces, la anónima tradición de un continente de gente mezclada y de corazón bullanguero, en el que baile, chicha y tambores siempre fueron el espíritu de fiesta. Tanto como el reggae, el rock’n roll, la cumbia, el cuarteto, el chachachá, la salsa, la bossa nova y los recitales de toda índole.
Diría Bajtin que la fiesta colectiva constituye una “forma primordial” de expresión de la plenitud contradictoria y dual de la vida de una cultura. Se carga de sentidos ambivalentes que aúnan la risa y la burla, el gozo y la finitud, la fertilidad y la muerte, la igualdad del decir, la cancelación de las diferencias. Estas formas de jolgorio implican otra concepción del mundo, alejada tanto de la ceremonia religiosa de carácter inmutable como de la fiesta oficial dominante, ambas serias y consagradoras del orden social.
Hasta en una fiesta modesta e improvisada en un barrio urbano, una juntada de “millennials” o al borde de un río de las Sierras se puede atisbar la posibilidad de un mundo diferente, de un orden otro, de un principio afirmativo que incluye la conciencia utópica del juego de la vida, lejos de los cielos e infiernos, premios y castigos que muestran los lienzos de Carbuco, y cerca siempre del irreprimible deseo humano de reír y aspirar a un mundo major. Pero acá, en esta tierra.