Sin embargo, todavía, si se me cuadra y me apuran
puedo mostrarle a cualquiera que sé hacerme respetar.
Celedonio Flores
El hombre había nacido en la provincia de Córdoba a principios de siglo. Había construido una sólida carrera militar y hacía pocos meses ejercía su cargo como Presidente de la República. Pero una oscura presencia, como una mancha, perturbaba sus horas de ocio y su tranquilidad. Un domingo por la noche, después de un fin de semana de placeres que tampoco lograban cambiar su ánimo, decidió afrontar esa amenaza que lo acechaba. Antes de desvestirse, se sirvió una medida de brandy. Tomó el primer sorbo, se sentó frente a la máquina de escribir y redactó:
Buenos Aires, 8 de abril de 1956
He leído atentamente su carta. Acepto con gusto el duelo. Lo encontraré, si su valor es verdadero como dice, en la frontera del Paso de San Francisco durante el mediodía del día 15 del próximo mes.
Se acostó sin sueño, inquieto por el futuro. A la mañana siguiente, hizo enviar la breve carta a su destino.
Bajo un sol abrasador, el Viejo camina por las calles de la ciudad panameña de Colón. Usa lentes oscuros y viste una camisa de seda. Cuando llega al Hotel Washington, el recepcionista le informa que tiene correo. El Viejo abre el sobre y lee el mensaje. Sonríe. Sube a su habitación y hace algunas llamadas telefónicas. Unas horas después, escribe un telegrama y le encarga a uno de sus contactos que haga llegar esa información al extranjero.
El día de su partida, el Viejo cruza la entrada del hotel con una maleta liviana en sus manos. Apenas lleva los objetos necesarios. Saluda al chofer y se acomoda en el asiento trasero del automóvil. El ruido del motor del Opel Rekord Olympia interrumpe el silencio del camino. Los hombres en su interior contemplan el paisaje casi con nostalgia.
—¿Viaja solo?— pregunta el chofer.
—Me esperan en Chile— responde el Viejo —Ibáñez tiene lista una escuadra militar para escoltarme hasta la frontera.
—¿Y si el canalla no se presenta?
—Isaac, amigo, en ese caso tendré que ir a buscarlo hasta Olivos…
Los dos hombres se ríen. El Opel avanza solitario por el asfalto. A los pocos kilómetros, se empieza a divisar Panamá. El chofer manipula el volante con la técnica de un violinista. Ingresan a la ciudad con cautela: hay que evitar cualquier posible filtración sobre el traslado del Viejo. No figura en el registro de pasajeros, viaja como “polizón autorizado”. Las calles están desiertas. En el puerto, el personal del buque mercante espera con hastío la hora para zarpar.
—Gracias por todo, Isaac.
El Viejo y el chofer bajan del auto. Se dan la mano y después un medio abrazo. Cuando lo ve abordar, el chofer mastica la amargura de la incertidumbre: sabe que está despidiendo, tal vez para siempre, al pasajero, pero también al amigo. Desde la embarcación, el Viejo lanza una última frase que el chofer apenas llega a escuchar:
—¡Ya sabe cómo es esto: hay que matar al perro para terminar con la rabia!
Una semana después, el buque arriba al puerto de Caldera. En la costa chilena, cuatro soldados esperan al Viejo. Uno de ellos, de rostro aindiado, fuma un cigarrillo mirando el enorme cuerpo de agua del Océano Pacífico. Cuando se percata de que el Viejo está de pie frente a ellos, tira el cigarrillo con vergüenza y lo aplasta contra el piso con su bota derecha. De los cuatro, es el último en hacer el saludo militar. Con una sonrisa, el Viejo les pregunta:
—Bueno, muchachos, ¿dónde queda mi habitación? Necesito descansar una noche de la litera.
Los soldados sonríen también. Lo guían hasta un vehículo militar y hacen el trayecto hasta su lugar de alojamiento. Durante la noche, los chilenos se turnan para las guardias. Custodian la puerta como lo haría un dragón sobre un tesoro.
El Viejo almuerza en el comedor del hotel. Lo acompañan dos de los soldados. Dialogan sobre política. Después de comer, juntan sus cosas, suben al auto y salen a la ruta. El vehículo militar es resistente y veloz. Mientras avanzan, conversan sobre la cultura nacional de sus pueblos.
—Pero en tango no hay como Gardel— afirma uno de los soldados, el de rostro aindiado.
—Veo que es usted un argentinófilo, amigo— bromea el Viejo. Después entonan un tango que se pierde entre el asfalto. El Viejo evoca sus hazañas como cazador principiante cuando perseguía liebres en la llanura patagónica. Los más jóvenes se entusiasman con las historias. El viaje es agotador. El camino, extenso y árido. Llegando a Laguna Verde, el grupo decide parar para descansar en un refugio.
—Mañana es 15 de mayo— menciona el Viejo.
Los soldados se quedan en silencio. Uno de ellos, con un poco de timidez, de repente dice:
—General, ¿puedo preguntarle algo?
—Pero claro, ya lo está haciendo.
—Es cierto. Quería saber cómo puede estar seguro de que el duelo será limpio.
—No lo estoy. Pero ningún estratega elegiría entrar en guerra con una nación vecina por un motivo personal.
Recuerden que esta es una misión secreta, una operación encubierta. Cualquier falta al acuerdo provocaría un conflicto diplomático.
Los otros escuchan y asienten. Le invitan un trago, pero el Viejo prefiere no tomar. “No quiero afectar mis reflejos”, explica. Después de la cena, saluda a los soldados y se acuesta.
El Viejo abre los ojos y mira la hora en su reloj. Entonces llega su primer pensamiento del día: “Hoy voy a matar un animal”. Levanta los músculos de su cuerpo con mucha atención, calculando cada movimiento. Uno de los soldados desayuna un líquido caliente que humea desde la taza. Los otros todavía duermen. Antes de salir, el Viejo revisa y limpia su pistola. Es una Colt 45, fiel compañera desde sus tiempos en la Escuela Superior de Guerra. Como se pactó previamente, la recámara sólo tendrá una bala.
Avanzan por la ruta. Por una de las ventanas, el Viejo advierte un inmenso salar. Uno de los soldados le comunica su nombre. Recorren algunos kilómetros más y el vehículo llega hasta el lugar. Sobre un cartel de gran tamaño, se lee: “Paso de San Francisco”. Ya casi es la hora. Pocos minutos después, una camioneta hace su aparición desde el lado argentino. El hombre, el mismo que envió la carta el 8 de abril, abre una de las puertas y desciende. Lo siguen cuatro soldados.
—El exilio lo ha cambiado. El país también ha cambiado, está siendo salvado. El pueblo ya no conocerá su opresión— pronuncia el hombre.
—Usted es un bárbaro.
El Viejo camina con firmeza. Lleva el rostro barbado. Mira el horizonte con gravedad, como si fuera el último. El otro hombre da cada paso con torpeza. Los soldados chilenos y argentinos permanecen al margen, como meros observadores. Cada uno de los duelistas sostiene su pistola en la mano. El viento silba. La aridez del paisaje nubla la vista. Cuando llega el momento, los dos disparan.
El hombre ha caído, está sangrando. La Puna es testigo. La bala lo ha impactado en el pecho. Agonizando, se arrastra sobre la tierra. El Viejo se acerca hasta él y habla:
—Vi cómo le temblaban las manos antes de apretar el gatillo. Vino a buscar su destino a este páramo y lo tuvo. Pero, ¿sabe qué? Sigue siendo una gallina. El baleado apenas escucha. Desde la herida, la sangre sigue abandonando su cuerpo. El hombre se empieza a morir hasta quedar muy blanco y quieto. El Viejo mira al cadáver por primera y última vez. Se aleja, incólume y cansado, dando pasos muy lentos. Una huella roja, casi perfecta, queda grabada sobre la tierra. Ahora, que el trabajo fue hecho, el Viejo cruza la frontera.