Por Nicolás Jozami
“Buenos, limpios y lindos” es la primera novela de Vera Fogwill, publicada en los años 2013 y 2020 antes de su tercera edición en el sello cordobés. Recordaremos que, en la crítica literaria primaria, se solía establecer una oposición -un tanto yerma finalmente- entre el narrador que fija o delinea y sigue personajes y el que se detiene a construir la atmósfera, la arquitectura y trama de lo que está contando. Quien se focaliza en el “clima” y quien en el “personaje”. Fogwill convoca y concatena un circuito -sanguíneo- de historias (me gusta decir un “entreverado”) que se constituyen en embudo a partir de una especie de demolición coral, donde las voces de los personajes, héroes de las historias personales, dinamitan su cotidianidad para dejarla en llamas. He allí un acierto: no es que a los personajes les “suceda” o busquen algo extraordinario, sino que, dentro de lo “ordinario”, dentro de los aconteceres vitales de cada uno, siempre deseantes a su manera, la demolición y el desasosiego se tornan impolutos, transparentes, hasta bellos (no lindos, ya que entre una palabra y otra hay una distancia tan grande en dimensión como la que separa a Diosnel de su hijo Julián).
Pero hay una voz arborescente que estructura toda la novela; es la voz femenina, madre y enamorada hasta el tuétano de Gustavo Cerati, quien va describiéndonos las alternativas de lo que viven, padecen y sueñan Nadia, Jonathan, Alma, Sonia, Diosnel y Raymundo. Claro que alrededor de ellos se erige un cúmulo de relaciones tempestuosas, frágiles y combativas, donde el deseo es la matriz que roza la muerte: “Es el deseo el único lugar que nos queda de privacidad. Nadie puede saber lo que desea el otro. Así tantas personas pueden seguir conviviendo juntas”. Pero esta máxima estalla al poner en acción los anhelos íntimos en el cosmos familiar y social: un amor a destiempo, una parte del cuerpo inconcebible, la condición sexual frente a la historia (y Malvinas, así como la figura de Cerati aquí ocupan un lugar fundamental), la redención del mundo a través de prácticas espirituales en un magma hostil -o peor- indiferente, la atracción y otra vez el amor que se sabe inalcanzable pero que insufla la fuerza necesaria para seguir manteniéndolo, una vida material hecha que se cae a pedazos por relaciones tóxicas, la amistad (“un invento sin prueba que no podía existir para siempre”) en una sociedad como campo minado, las verdades del corazón.
La novela, que consta de dos partes, “El impulso” y “Los encuentros”, se desenvuelve a través de esa voz narrativa en estado casi cataléptico (aquí es nuevamente reveladora la imagen de Cerati -tras su accidente vascular- en sus años de postración, de 2010 a 2014; como si la voz de la novela fuera traslación y émula reverencial de la conciencia del músico en ese estado) que se mantiene suspendida en una ubicuidad cuya propia historia trama la de las demás pero que no roza -ni pretende ahondar- en el interrogante de esta condición de suspensión entre muerte y locución; relata así la vida de esos seis personajes hasta sus últimos esfuerzos para “ganarse la vida”, porque Fogwill deja entrever que a la vida hay que no sólo ganarla, sino gastarla, y hay que saber cómo hacerlo.
El lenguaje coloquial, con destellos poéticos en una prosa serena me llevó a películas como Magnolia, Historias mínimas, Belleza americana, que bien marcan las vidas entrelazadas (de maneras asfixiantes a veces) con los pormenores problemáticos que hacen de cada conciencia deseante un universo en puja con el edificio del mundo. La hipocresía es un escalón, pero el derrumbe en la entrega muestra la escalera completa y allí la inocencia. Buenos Aires viceversa es otra película (donde Fogwill actúa) que me trajo la lectura de este libro, donde también hay seis historias entrelazadas.
En “Buenos, limpios y lindos” el conjuro de las vidas deseantes está dado por una conciencia narrativa que no quiere despedir al elenco sin mostrar sus proezas mínimas: “Cuando alguien se muere puede ser que no muera. Hay algo vital en la muerte. La muerte no significa el olvido. Quedamos actuando en la mente de los otros. Y en mi caso, debe ser que la muerte de los otros está actuando en mi mente y no me permite estar del todo presente, como para morirme o para entender cómo es que muerta pude hacer todas estas cosas y estar ahora de nuevo en el mismo lugar sin poder cerrar los ojos”, leemos. Un estado sacrificial a partir de la memoria y la palabra, un Registro Civil de vidas apagándose en sus humanas proezas.
La novela lleva sus más de 500 páginas con soltura, delicadeza y no está exenta de un templado suspenso. El olvido es más triste que la muerte; la narradora lo sabe y desde su trabajo lo comprende: “Me hubiera gustado morir con dignidad, en un silencio, sin preguntas y sin intervenciones. Me hubiera gustado morir con el placer de haber entendido para qué viví o para qué existí. Pero no, no tengo dignidad. Y ahora que pienso, más que morir dignamente, me preocupa no haber vivido dignamente y esa no fue culpa mía. Tampoco culpa de otro, ni del destino, ni del lugar donde nací, ni de la época, ni de las cosas que pasaron casualmente por mi vida, ni de las que busqué en vano. Fue culpa de la existencia de esa palabra que hace que uno piense que existe y sepa que no tiene”.
Hay que ganarse la vida mientras se va perdiendo, sería un lema. Vera Fogwill construye un texto donde la voz acaparadora es una Robin Hood que roba las fulguraciones más intensas de esas vidas opacas y se las devuelve a la memoria colectiva de una sociedad con Feos, Sucios y Malos, pero donde existe redención.