Volver al Festival de Cosquín Rock luego de 19 años de ausencia es, ante todo, un shock para retrógrados. Ya no hay tantas remeras negras gastadas con nombres de bandas y las ropas de los asistentes son de colores que los treintañeros nunca antes vimos. Además, hay baños químicos para todos, todas y todes, y al pedir agua no la sacan del deshielo de la pelopincho que mantenía frías a las cervezas. Sin embargo, el festival aún conserva refugios para quienes pasaron por la escuela rockera post crisis del 2001. El aliento a cerveza continúa intacto.
La última vez que fui al festival, la ceremonia tenía lugar en la Comuna San Roque y asistí con las entradas gratuitas que me dio un hipermercado, vestido con mis peores zapatillas, que morirían en el pogo, y un Nokia 1100 que no volvió a casa. Esa era la estética hegemónica, cuadrada e inobjetable de quienes rezábamos a un Rock pretencioso, utópico, insolente, de izquierda, sucio, desprolijo y, sobre todo, un gran negocio (chocolate por la noticia).
Pero a esa música que prometía ser la banda sonora de una revolución social también le llegó la normalización tecnológica y pasó a ser una lista de reproducción más en Spotify entre muchas otras. La historia le dio la razón a DJ Dero, que le ganó la pulseada a Pappo, luego de que este lo mandara a aquel a conseguir “un trabajo honesto” desde el programa Sábado Bus en el año 2000.
El rock cambió fuerte y eso se nota desde que uno se sube al colectivo para viajar al Aeródromo de Santa María de Punilla, donde los pasajeros hablan sobre Furia de Gran Hermano y ya nadie canta la desagradable y tradicional “Luca no se murió, Luca no se murió…”, ni se toman una birra calentita. Todos vamos mirando nuestros celulares hasta quedarnos sin señal y embotellados en la ruta.
Los únicos que mantienen los viejos hábitos de 2005 son las empresas de transporte interurbano, que llevan hasta 23 personas paradas en sus unidades. Eso sí es rock como el de antes.
Al llegar al predio, todo es multicolor. Los tintes oficiales del festival mutaron de los tradicionales rojo, negro y blanco a una paleta de colores más diversa que no es más que un reflejo de la evolución del público al que apunta. En la tumultuosa fila de ingreso se ven cabelleras violáceas, pilchas de todo tipo, un promedio de edad sub 30, sombreros de cowboys que nunca entenderé y tatuajes como norma en cuerpos con abdominales marcados y colas paradas que olvidaron el protector solar y mañana se pondrán un vaso de agua con una toalla sobre la cabeza por la insolación. Todo listo para ser instagrameado.
En la entrada, la Policía cachea con amabilidad y en siete segundos a quienes usamos lentes con aumento, y un poco más rigurosamente a los demás. Al chico que pasa antes de mí, el policía le encuentra una lata de cerveza. “Dejamela pasar”, le suplica el concurrente al cana. “Siga, siga”, dice el efectivo mientras guarda nuevamente la bebida en la mochila y se gana el cielo.
Adentro
Los asistentes al festival cuentan con una pulsera que les da acceso a distintos espacios del predio. Así, está la pulsera de la entrada general, prensa y VIP, entre otras. Pasando el ingreso, tres jóvenes están detenidos. Uno de ellos intenta quitarse la pulsea con la que ingresó. “Entramos con cintas truchas, pero un amigo no pasó el último control. Entonces se la vamos a hacer llegar para que se la ponga y entre gratis”, cuenta el profesor de la Casa de Papel a HOY DÍA CÓRDOBA.
El predio es inabarcable y casi no hay colillas de cigarrillo en el piso. La gente se amucha frente a los escenarios y descansa en las sombras. Mientras toca la banda El Kuelgue, una chica logra lo imposible y encuentra a su amiga en un aeródromo sin señal de celular y se sacan una selfie abrazadas para celebrar el encuentro. Esta santa misa rockera también se acomodó a los tiempos que corren y ahora la vemos a través de las pantallas de nuestros celus mientras la grabamos para mostrársela a alguien que la verá como una historia de Instagram sentado en el inodoro de su casa.
En este aeródromo, ese objeto macho y tosco que era el rock nacional de principios de siglo muestra mejor que nunca su faceta amable y diversa desarrollada de forma darwineana para los tiempos que corren: durante el primer día, solo me pisaron dos veces los pies y no intentaron robarme el celular. Desde el puesto del Ministerio Público Fiscal coinciden: en esta edición del festival, aseguran que se denunciaron menos robos de celulares, riñoneras y pulseras que en las anteriores entregas.
La noche
El sol baja y da un poco de descanso a las pieles rojas que continúan sacudiéndose para alcanzar a ver la mayor cantidad de bandas posible. En ese momento, sale la luna coscoína con olor a porro y arrancan los espectáculos centrales. Entre otras bandas, Ciro y los Persas y Dividos lo logran: hacen un show que deja conformes a todos los melancólicos que leen la grilla del festival y dicen “esto no es rock”. Con temas clásicos, banderas del “Che”, un pogo con mucho sudor y empujones como los de antes, los bailarines tenemos una regresión y somos muy felices, como en “nuestra época”. Hasta llegamos a formar un grupo de 10 personas que coreamos “el que no salta, votó a Milei”.
Entre los asistentes abundan los Iphones que enfocan a Mollo mientras este se emociona al tocar “Spaguetti del Rock”. Me caen lágrimas de treintañero y pienso en hacerle escuchar esta canción a mi hija mientras los pies me dicen “basta”. Pero aguanto y me quedo a ver dos bandas más.
A la salida, las 45.000 almas que asistieron ese día al festival comienzan a buscar colectivos que los regresen a sus hogares. En el transporte de vuelta se repite la postal de las rockeras empresas de interurbanos, pero todos vamos cansados y callados.
Vuelvo a casa y le digo a mi hija de 9 años que vi a Lali y que le quiero hacer escuchar una canción de una banda que tocó en el festival. Me dice que no, gracias, que no le gusta “el rock antiguo”.