El pasado 9 de marzo cumplí treinta años. El cambio de década trajo aparejado, al menos desde mi experiencia, un gran cimbronazo. Sin embargo, quédese tranquilo, lector: no pretendo que la nota que está leyendo sea una catarsis personal sobre cómo siento en el cuerpo el cambio de década, sino más bien espero que estas palabras sean un pensar en conjunto, entre dos o más -quien sabe- el paso del tiempo y su fugacidad en el espacio.
Hace algunos meses escribí, para este mismo diario, una columna sobre “la juventud, aquel tesoro preciado” -título que lleva la misma- que vamos perdiendo con los años. Esta juventud que pareciera no perderse nunca, sujetada a las salidas de media tarde o nocturnas, al grupo de amigos y a alguna pareja ocasional, en algún momento se pierden en la nebulosa.
Pero esta pérdida que el sujeto atraviesa mediante elaboraciones, identificaciones y desidentificaciones costosas, en trayectorias superpuestas y entrelazadas, se complejiza aún más cuando desconocemos cuándo comenzó ese proceso. Ese origen -término que acuña más de un sentido en nuestra historia- toma un lugar preponderante porque da cuenta del inicio (o el fin) de algo que se nos escapa, que resulta necesario simbolizar para seguir construyendo y deconstruyendo ese duelo.
Es aquí que los procesos psíquicos son singulares para cada cual y que la temporalidad desde un punto de vista cronológico, de linealidad, no explica ni es suficiente para pensar la condición humana desde un sistema abierto, como plantea el psicoanalista Luis Hornstein. Por ello, deshabitar las costumbres que practicábamos a determinada edad, por otras, produce impactos subjetivos en el cuerpo, duelos a trabajar, reposicionamientos frente al objeto y nuevos roles.
La concepción de tiempo como un ente que se regula a sí mismo es insuficiente si buscamos aprehender la experiencia del ser humano en un período determinado. El tiempo, que se asemeja en apariencia a una línea fugaz y sin interrupciones, en realidad carga consigo un complejo tramado de historizaciones y de vivencias que serán necesarias poner en disputa, para tomar así un rol activo, que nos convierta en protagonistas de esos cambios que acaecen a la conciencia.
Así, las experiencias intra e intersubjetivas que se viven en el pasaje de un estadío a otro del desarrollo -con nosotros mismos y con los demás- pueden presentarse como un inicio de ese síntoma, de ese movimiento a transitar.
Es decir, parafraseando a Fernando Uribarri, estas experiencias que implican un adentro y un afuera en permanente tensión habilitan un territorio nuevo de significaciones, que, lejos de ser un proceso patologizante, representan una oportunidad para el devenir de la vida.