Hace poco se celebró el día de los muertos, dispuesto por el calendario litúrgico de la iglesia católica. Son días en los que se activa la atención sobre la cultura de la muerte, y en la que los cementerios reavivan su protagonismo en tanto espacios turísticos y culturales.
Como muy bien ha señalado Liliana Navarro Ibarra, a lo largo del tiempo han existido distintas formas de conceptualizar la muerte y los aspectos religiosos, políticos, familiares y sanitarios, que están asociados a la administración mortuoria y dan cuenta de la multidimensionalidad que ocupan los cuerpos durante la vida; pero también de los efectos que siguen teniendo, entre los vivos, los cuerpos de los muertos.
La muerte, dice la autora, entendida como un cambio radical en la condición de ser del difunto y de aquellos que deja atrás, adquiere sentido a la luz de los ritos de pasaje. Por ende, los ritos mortuorios no sólo atañen al difunto, sino que adquieren sentido en función de una comunidad dada: trasforman las relaciones dentro de la misma.
Los cementerios, en tanto morada final, son espacios físicos, pero también mentales. Constituyen una realidad viva y, como ha dicho el escritor italiano Giuseppe Marcenaro, cuando los visitamos ingresamos a una zona donde los seres vivos dan sentido al lugar más inverosímil jamás inventado por los seres humanos.
En la actualidad existe el “necroturismo”, una tipología de turismo cultural que, si bien puede resultar desconocida para muchos, tiene un enorme valor cultural. Se trata de lugares que aúnan arte, patrimonio e historia, y hasta pueden ser considerados como auténticos museos al aire libre.
Córdoba no ha escapado a ello, y existen ofertas para realizar visitas guiadas al cementerio San Jerónimo. Pero no es el único lugar en el que podemos encontrar las huellas y rastros de ritos mortuorios que, en el pasado, se practicaron a nivel local.
En tiempos coloniales las iglesias fueron lugares que también se constituyeron en la última morada de muchas personas (muchos de cuyos restos fueron removidos durante el siglo XIX, más allá de que, en la actualidad, algunas alberguen aun restos de hombres de la iglesia, o personajes históricos que componen el panteón local).
La práctica del entierro de las personas en las iglesias la trajeron los españoles, como por entonces se hacía en Europa. El creyente era sepultado en el templo que había frecuentado en vida, en el que seguramente había pertenecido a alguna cofradía, y al que -también- irían sus afectos, para recordarlo y rezar por su alma. Sin embargo, no es difícil imaginar la fetidez que emergía de los enterramientos, ya que los pisos a menudo necesitaban ser removidos.
Eran tiempos en que la monarquía había impuesto la religión católica y vigilaba tanto prácticas como creencias con el Santo Oficio de la Inquisición. Y, como el purgatorio y el infierno eran preocupaciones corrientes, muchos preparaban su muerte con anticipación, previendo en los testamentos una donación de bienes a la iglesia, para que se rezara por su alma.
Pero no todos podían pagar un entierro cerca del altar, en las capillas laterales o en las naves de las iglesias, ni ataúdes costosos; tampoco misas y novenarios.
Muchos, por su situación social, no podían aspirar a dar con sus huesos allí. Como ocurrió con Josefa Herrera, una mujer sin familia que fue condenada a muerte por matar a su vecino, a principios del siglo XIX, y cuyo cuerpo -tras ser descolgado de la horca por el verdugo- fue entregado a la Hermandad de la Caridad para que le dieran sepultura lejos del centro de la ciudad.
Gracias a los trabajos de Ana María Martínez podemos seguir una suerte de geografía de la muerte en los templos cordobeses. En la catedral había sepulturas junto a la pila de agua bendita, en la primera y la segunda nave. También existía un cementerio anexo a la misma (hoy pasaje Santa Catalina), donde fue enterrado provisoriamente Facundo Quiroga, tras ser asesinado en Barranca Yaco, para luego ser trasladado al cementerio de la Recoleta.
En la iglesia de la Merced había entierros cerca de la pila de agua bendita y en varias capillas; en Santo Domingo predominaron en la capilla de Nuestra Señora del Rosario. En tanto que en la iglesia de San Francisco lo hicieron junto al altar y debajo del presbiterio. En la Compañía de Jesús hay una cripta donde se encuentran los restos mortales del obispo Trejo y Sanabria, así como de Ignacio Duarte y Quirós, fundador del colegio de Monserrat.
En el actual Museo de San Alberto existe una pequeña cripta, donde descansan restos de beatas y niñas que fallecieron en el Colegio de las Niñas Huérfanas, fundado por el obispo San Alberto en el siglo XVIII. Así como también existió un cementerio al lado de la iglesia del Pilar, y otro al costado del Hospital San Roque.
En definitiva, se trató de espacios asignados para continuar entre los vivos, y que hoy nos esperan para vivirlos de otro modo. La llegada de los tiempos revolucionarios reconfiguraría sus fines, pero ese proceso ya constituye otra historia.