«Aunque pobre, soy cristiano viejo y no debo nada a nadie”
(Sancho Panza)
Quien se interese por la historia de los llamados “estatutos de limpieza de sangre” puede consultar, entre otros -como consulté para escribir este apunte- los estudios de Américo Castro, Max Hering, Henry Kamen o Jaqueline Vassallo. La necesidad de demostrar limpieza de sangre tuvo origen en Toledo, en el siglo XV, rigió por más de 400 años en España y en la América colonial, y no fue suprimida sino hasta la segunda mitad del siglo XIX. Consistió en un mecanismo por el cual, para acceder a ciertos trabajos o posiciones sociales, se exigía a los judíos conversos (“judíos secretos”, “cristianos nuevos” o simplemente “marranos”, como eran llamados popularmente) una prueba de que su descendencia y linaje no estaban contaminados con la sangre de los asesinos de Cristo. La exigencia de pureza no sólo era requerida para el ingreso a órdenes religiosas, magistraturas u órdenes militares, sino también en las universidades. Ni aún el bautismo era capaz de lavar los pecados de la proveniencia.
Los estatutos de pureza de sangre se expandieron rápidamente por toda España, aunque no sin discusión (en su “Tractatus contra Medianitas et Ismaelitas” fueron criticados por el propio Torquemada, él mismo descendiente de conversos). Al menos al comienzo la posición de la Inquisición era, en efecto, menos radical: “sólo” debía excluirse de la vida pública y confinar en la vergüenza a los conversos condenados por el Santo Oficio. Los hijos y los nietos quedaban incluidos en la exclusión: “ningún hijo ni nieto de quemado por la Inquisición hasta la segunda generación, podría tener oficio de Consejero real, oidor, secretario, alcalde, alguacil, mayordomo, contador mayor, tesorero, ni ningún otro cargo, sin especial permiso de la Corona”. Pero el resto de los conversos -establecieron los Reyes Católicos, en línea con la Inquisición- no debían ser objeto de exclusión.
Sin embargo, en la práctica las cosas no se atenían a esta restricción y la posición moderada no tenía demasiada eficacia. Las personas sospechadas de ser judíos en secreto debían demostrar con pruebas genealógicas ante una comisión formada a tales efectos, no sólo que no eran descendientes de judíos castigados, sino que su sangre estaba “limpia” de judaísmo sin más. Para ello debían presentarse pruebas documentales, así como testigos y declaraciones de vecinos respetables que dieran fe de su pureza. Pero un simple rumor o una palabra en contra por parte de un cristiano viejo bastaba para sumir al peticionante en la infamia. Y no sólo al peticionante, también sus descendientes quedaban marcados por el escarnio público de manera irreversible y perpetua.
En su “Centinela contra los Judíos”, de 1674, el Fraile Torrejoncillo escribió que “para ser enemigos de Christianos no es necessario ser de padre, y madre iudios, uno solo basta: no importa que no lo sea el padre, basta la madre, y esta aun no entera, basta la mitad, y ni aun tanto, basta un quarto, y aun octavo, y la Inquisición Santa ha descubierto en nuestros tiempos que hasta distantes veinte un grados se han conocido judaiçar”. Era pues responsabilidad de todo cristiano auténtico velar contra la amenaza de contaminación que portaban los judíos, siempre al acecho y disimulada en las personas más inopinadas. Quienquiera podía ser el monstruo enmascarado: un vecino que parecía decente a ojos inadvertidos, un tendero al que se conocía desde hacía mucho tiempo y siempre había tenido buen trato, o una anciana que desde niña frecuentaba la iglesia.
La Inquisición colgaba sambenitos en las viviendas de quienes no habían podido probar sangre limpia “para que siempre aya memoria de la infamia de los herejes y de su descendencia” y la marca se transmitiera de generación en generación. Práctica a la que se opusieron algunos jesuitas, comenzando por el fundador mismo de la Compañía, Ignacio de Loyola. O Juan de Mariana, para quien “las notas de la infamia no deben ser eternas, y es preciso fijar un plazo fuera del cual no deben pagar los descendientes las faltas de sus antepasados”.
Aunque las Leyes de Indias prohibían que los judíos conversos y sus descendientes pudieran trasladarse a América, muchos de ellos lograron franquear la prohibición y pudieron establecerse en el Nuevo Mundo. Pero también aquí -al igual que los sospechados de mulatos- debieron someterse a las mismas pruebas de sangre limpia que en España (el procedimiento era similar: testigos respetables que testificaran ante las autoridades y dar cuenta de que su defendido provenía de un linaje inmaculado).
Como el de tantos otros, fue ese el caso de un estudiante en la Universidad de Córdoba llamado Espinosa. Más precisamente Eduardo Espinosa de los Monteros. Se trata de un topónimo de la localidad española de Espinosa de los Monteros, en la Provincia de Burgos, donde antes de su expulsión vivieron muchos judíos, como en toda Sefarad –y que, según Salvador de Madariaga, es el origen de la familia marrana de Baruch Espinosa.
El procedimiento por el que el estudiante Espinosa procura acreditar su limpieza de sangre para obtener el grado de Bachiller en Artes consta en los documentos del Libro 5, Folios 67 r–68 v. 1812, del Archivo Histórico de la Universidad Nacional de Córdoba. Allí se lee la siguiente petición firmada el 10 de diciembre de 1812: “Don Eduardo Espinosa de los Monteros de la Capital de Buenos Ayres y actualmente siguiendo los estudios de este Real Colegio de Nuestra Señora de Monserrate… digo que trato de graduarme y como verificarlo sea indispensable acreditar no solo mi legitimidad sino también la limpieza de sangre me veo en la precisión de suplicar a Vuestra Majestad que me reciba sumaria información sobre el particular sobre ambos puntos para cuyo efecto suplico a Vuestra Majestad que los testigos que presentare sean examinados al tenor de las siguientes preguntas… Primeramente Don Martín de Guaycochea, Don Lorenzo Maza baxo juramento digas si me conocen si an [sic] conocido a mi familia si saben de donde soy natural y si aquella la han tenido y reputada por de limpia y noble sangre…”, etc.
A continuación, un notario y el secretario de la universidad dan fe de haber recibido declaración de cada testigo, quienes haciendo “una señal de la crus” juraron decir la verdad en su testimonio, en el que dijeron conocer a los padres y abuelos del peticionante, y que “proceden de noble estirpe, así ellos como sus antepasados”.
Eduardo tuvo suerte. No solo por la admisión de los testimonios y la inexistencia de alguien que delatara su seguro judaísmo, sino por la celeridad con la que se tramitó el procedimiento. En el libro mencionado consta que apenas dos días más tarde, el 14 de diciembre de 1812, “el Señor Doctor Francisco Antonio González Rector y Cancelario de esta Real Universidad Mayor de San Carlos”, luego de haber tomado el juramento de “defender publica y privadamente que Maria Santisima Señora Nuestra fue concebida sin Pecado Original desde el primer instante de su ser natural, y de obedecer a nuestro actual católico Monarca y Señores Virreyes que gobiernen estos Reinos a su nombre”, confiere la graduación a Espinosa -entre otros.
Como si la Revolución de Mayo de 1810 y la declaración de Independencia de 1816 no hubieran existido, la exigencia de probar limpieza de sangre se extendió en la Universidad de Córdoba hasta 1852, año en que fue suprimida como requisito académico a instancias de la Legislatura.
Tal vez Eduardo y Baruch tuvieron los mismos parientes lejanos, quienes, aunque no vivían lejos de la costa, acaso nunca conocieron el mar cantábrico. Por miedo al linchamiento y a la muerte en manos de la turba cristiana, lo abandonaron todo una atolondrada mañana del siglo XV. De haberse cruzado las decisiones sobre a dónde huir, tomadas por dos familias marranas en un pueblito de Burgos llamado Espinosa de los Monteros, quizá Ámsterdam hubiera tenido un filósofo menos. Y la lejana Córdoba un ateo más.