Este volumen de poesías recientemente aparecido está organizado en tres secciones: Jerusalén, el Tigre de Dios, Travesía y La Nueva Jerusalén. Leopoldo Castilla rescata, en los 30 poemas de la primera sección, la fundación, el destino histórico de Jerusalén, y su mítica existencia. A través de los siglos, su importancia para dilucidar las vicisitudes del cristianismo, el significado de los templos, los monumentos y los increíbles relatos que acompañaron su protagonismo elevaron a esta ciudad a una categoría legendaria. Así, la iglesia del Santo Sepulcro, el Muro de los Lamentos, el Monte de los Olivos, la Kaaba y otros sitios resuenan con un eco que pareciera llegar desde el fondo de los siglos.
En “Jerusalén, el Tigre de Dios” resaltan cinco temas fundamentales que los poemas desnudan y que la historia de Jerusalén ha develado -impiadosa- a lo largo de los siglos.
En el tema primero, Castilla no olvida que Jerusalén guarda la historia del pueblo de Israel y el nacimiento de Jesús. Los poemas dejan en evidencia que el anuncio de su nacimiento: es el Mesías que 1.000 años antes Zoroastro predijo, y en otro relato, 600 años después, se cuenta cómo a la madre de Mahoma una paloma le anuncia el nacimiento del enviado, o sea, “los mitos se repiten”. ¿“Jesús es una quimera de los hombres o un Dios padeciendo la pesadilla de un cuerpo?” Como los ladrones y Barrabás -los otros crucificados- Jesús pagará con “el pecado de estar vivo, la condena de ser eterno”.
Por ser “un atribulado instante del firmamento”, dice nuestro poeta, “pagará en la tierra las culpas del cielo”.
El segundo tema atraviesa todo el libro es la condena histórica a la eterna y mutua agresión entre los pueblos judíos, palestinos y mahometanos, y todos los que conviven en ese territorio de la Tierra Prometida. Guerra sangrienta, inacabable.
El pueblo palestino sigue reclamando su pertenencia a ese territorio histórico que el gobierno de Israel desconoce. “Buscaron al Salvador en las palabras y lo perdieron en la guerra”. Las cruzadas organizadas por las monarquías europeas y dirigidas a la Tierra Santa, con su secuela de muerte y destrucción perduran en la violencia y barbarie de los enfrentamientos actuales. Después de 14 siglos, la comunidad árabe sigue padeciendo el horror de la guerra.
“Yo soy tu señor y tú eres mi guerrero”; Castilla recuerda este mandato y concluye: “Pero en cada muerto sólo encuentran el cadáver de un ángel”. Por eso “el que mata en nombre de Dios, se queda desconocido”; ni Alá ni Mahoma mandan los misiles sobre el pueblo árabe: “No erais vosotros, era Dios quien tiraba”.
El Muro de los Lamentos, esta “pared enferma de sombra humana” tiene una sola cara donde puede escucharse los padecimientos del pueblo de Judea, pero “nadie oye del otro lado, el lamento de los palestinos”.
El tercer tema visible en “Jerusalén, el Tigre de Dios” es la afirmación, en casi todos los poemas, que a los pueblos de la Tierra Prometida, judíos, árabes y musulmanes que viven allí, no los espera un cielo, un Edén, otro paraíso que premie la oración incansable, una vida de privaciones, las enfermedades, las guerras y la misma muerte. No hay un creador, ni creación, no hay eternidad para nadie. “Sé justo, pueblo de Israel, la vida que inventó tu biología y tu fe, es pagana”, y señala luego Castilla: “El cristianismo, que, siendo terrenal, sólo se cumple en el destierro”, concibió otro Jerusalén: “Allí van las almas en busca de eternidad, sin darse cuenta que están entrando en la misma boca del agujero negro”.
En lo que considero un tema singular de este libro, quienes celebramos la defensa de los seres vivientes presente en la vasta obra poética de Leopoldo Castilla, nos encontramos con una luminosa sorpresa. El poema “Un Más Allá Salvaje” es el que da la nota, y afirma algo que sospechábamos latía en muchos poemas de sus libros anteriores: para Castilla existe “un más allá”: un más allá salvaje donde todos los animales llevan adelante libremente su existencia: “Allí no entra ni Dios”. Una afirmación conmovedora y desafiante. El reino animal es el único paraíso, porque “los animales tomaron de la belleza sus infiernos delicados”, donde el reino terrestre se yergue con todo su poder, porque su poder es el poder de la vida. Un poema cuya afirmación estremece.
Analizando el poema “Cábala y Poesía”, encuentro el quinto y último tema. Leemos: “Cada palabra carga un eclipse que oculta otro mensaje velado para el mundo”. “Sólo la poesía lo atraviesa, y vuelve con lo innombrable revelado”. Y Castilla agrega: Si en el ámbito religioso “el misterio justifica la fe y exige un creyente encadenado al verbo”, la poesía lo libera “para crear no debe creer”. Ardua y exigente tarea de la poesía.
Castilla cree que la poesía es la encargada de descifrar este mensaje. “Vuelve con lo innombrable revelado”. Mensaje que pareciera extraído de un más allá casi inaccesible. Pero la poesía termina así compartiendo este más allá con los animales. “Un mas allá sólo para ellos”.
La poesía devela, corre los velos. Poetizar es develar, mostrar al mundo lo oculto, quitar las máscaras. Lo innombrable es nombrado. Para existir, lo sagrado debe volverse terrestre. Porque el poder del reino terrestre es el poder de la vida. Y esto será más evidente “el día en que los ángeles vuelvan a ser pájaros”.