Con la mirada incómoda que supone imaginar una vida ya escrita y una lectura impiadosa de los vínculos familiares y la rutinización de los días, la colombiana Margarita García Robayo reúne en «El sonido de las olas» sus primeras tres novelas, a partir de textos protagonizados por niñas y mujeres extrañadas con los mundos que habitan. «Hasta que pase un huracán», «Lo que no aprendí» y «Educación sexual» son las tres novelas cortas que integran este último libro de García Robayo (Cartagena, Colombia, 1980). «Me di cuenta que las tres novelas tenían mucho que ver entre sí. Verlas juntas fue evidenciar la evolución de algunos temas recurrentes, preocupaciones que me acompañan desde que empecé a escribir, aunque en su momento no tenía tanta conciencia de ellas. El nombre tiene que ver con que las tres historias ocurren en una ciudad costera, frente al mar Caribe, en donde las narradoras se sienten atrapadas. El mar está siempre ahí, como un territorio que representa al mismo tiempo la posibilidad de una salida y la condena del encierro».
En la obra breve que abre el volumen, «Hasta que pase un huracán», una chica está obsesionada con irse del pueblo en el que vive y sopesa todas las estrategias que tiene a su alcance para planear su fuga; encuentra en la profesión de azafata la vía de escape, aunque la incomodidad está siempre latente: «estaba condenada a salir y volver y salir y volver, y eso era lo mismo que no haberse ido nunca», escribe la narradora.
«Lo que no aprendí», el segundo texto, está dividido en dos partes y dos tiempos: mientras en la primera, la protagonista es una niña y la mirada se detiene en los vínculos familiares -un padre ocultista y ausente de la cotidianidad doméstica pero cuya presencia gravita como eje que da sentido a «lo familiar», hermanas un poco superficiales, una madre sobrepasada-, en la segunda parte la narradora se ubica años después, tras la muerte del padre, y reflexiona sobre la construcción de la memoria y los recuerdos que elegimos guardar de la infancia y las constelaciones de esos vínculos.
La última novela que integra «El sonido de las olas» es «Educación sexual. Folletín adolescente» y allí la autora se sitúa en la adolescencia a través de una narradora y de un grupo de chicas que están siendo educadas en una escuela religiosa, lo que le permite montar esa etapa de iniciación, fantasía, deseo y también de abusos, con una capacidad impudorosa que encuentra en la literatura la libertad del lenguaje para narrar sin juicios ni edulcorantes.
En la literatura de García Robayo -Premio Casa de las Américas 2014 por «Cosas peores»- hay un tiempo para lo no dicho, lo que asoma, atisba. Y en este libro esa conjunción se presenta con un efecto conmovedor y arrollador: «Lo que más me interesa en la literatura es justamente lo que no se dice. La sugerencia como recurso, como elección estética. Justo en el tiempo en el que escribí estas tres novelas era además muy fan de la economía narrativa: intentar decir mucho empleando poco. Ahora ya no escribo tan así, pero me sigue pareciendo muy poderosa y elocuente la contención, la brevedad, la capacidad de profundizar en temas trascendentales a partir de líneas argumentales muy acotadas».
Además de estar situadas en pueblos costeros, las voces que se despliegan en los tres relatos están incómodas, incluso hartas como si encontraran en lo que las rodea un limitante sofocante que las empuja a observar con extrañeza y a querer irse de esas tierras, de esas familias o de esas educaciones, una condición de extranjería que se erige como motor de cambio y de identidad. «Mi propia condición de extranjera me ha permitido tomar distancia del origen y de la geografía en la que se empezó a construir mi identidad», asegura la escritora colombiana, que hace muchos años vive en Buenos Aires.
En este sentido, «mirar desde afuera ayuda a identificar mejor aquello de lo que queremos hablar. El objeto narrado no se mezcla -o se mezcla menos- con el sujeto que narra y eso permite que aflore una subjetividad un poco menos alterada por la sensación de estar habitando el mismo espacio (simbólico y físico) que se pretende contar».
– Muchas veces señalaste que tu escritura está muy pegada a la experiencia ¿crees que ese soporte te permite torcer los límites en las vidas de estos personajes? Me refiero a que no hay piedad ni visión edulcorada en lo que piensan, imaginan y hacen las protagonistas.
– Es cierto, mi procedimiento de escritura consiste en tomar pedazos de mi experiencia para construir ficciones. No sé si eso me permite torcer los límites de algo; lo que suele suceder, en general, es que el hecho de saber que puede haber un correlativo de un personaje equis en el mundo, hace que el autor se «modere». A mí no me pasa eso porque tengo una relación con la literatura que corre por una vía completamente distinta a la de mi vida real.
– La distancia de los puntos de vista de estas narradoras en relación a sus entornos lleva consigo un poco de crueldad, sobre todo en lo familiar ¿cómo opera esta mirada despiadada de lo familiar, aún en experiencias donde quizá no hay hechos dramáticos o traumáticos detrás?
– Yo creo que ya es suficientemente traumático (para bien y para mal) el hecho de decidir formar una familia. Una conformación humana que funciona bajo reglas no siempre pactadas de antemano sino sobre la marcha, y no siempre afines a todos los miembros. Las decisiones de una familia son las decisiones de aquel que consiga imponerse ante el resto; la versión oficial de la historia familiar es aquella que se repite insistentemente por quien tenga más empeño, o una voz más fuerte, o una mayor capacidad de persuasión.
Obviamente después, al interior de una familia, se engendran un montón de situaciones que eventualmente se traducen en recuerdos gratos y/o en traumas. No estoy en contra de las familias, al contrario, me fascina el hecho de que, buena parte de las personas que compartimos la fortuna de haber crecido en un entorno familiar, decidamos tan olímpicamente construir una familia propia, bajo reglas y parámetros propios, con la ilusión de no tropezar con las mismas piedras que nuestros padres. Es una empresa que se abraza como se abraza un abismo, porque se sabe que serán los hijos quienes juzguen todos y cada uno de nuestros desaciertos.
– A través de las experiencias de estas chicas se expone al mismo tiempo una relación con las violencias, el abuso -la institución familiar, la falta de oportunidades, el encasillamiento social por nacer en determinado lugar, la iglesia o la identidad de género ¿de qué modo se relacionan estas violencias con la decisión de situarlas en América Latina y siempre en Colombia como punto de partida?
– Creo que estas son historias muy territoriales que exponen, por supuesto, vicios universales. Pero tengo claro que el territorio geográfico y social que me interesa narrar es ese, el de la clase media latinoamericana y caribeña, más específicamente. Estas son mis tres primeras novelas, las escribí en un momento en el que no era demasiado consciente de mis búsquedas, pero ahora sí lo soy y esa conciencia hace que sea todavía más grato el poder reconocerme en ellas. Los cambios en mi escritura tienen que ver con aspectos estilísticos o técnicos, pero el sentido, las preocupaciones, las búsquedas son bastante similares a las que tenía (aun sin saberlo) cuando empecé -y que se mantuvieron vigentes en trabajos posteriores-. Lo que busco al narrar es intentar entender el porqué de esos vicios que identifico como parte de mi geografía, de mi tiempo, de mi clase social, de mi género.