Mi deseo de escribir no obedece a una disciplina arraigada en días o calendarios de almanaque. Pueden pasar meses o incluso años sin que desee esbozar una letra en papel o gatillar el teclado. Pero un buen día algo en lo cotidiano me hiere, me recuerda, me zambulle, y me golpea fuerte y repentinamente. Ese dolor me recuerda que tener conciencia no es gratis, y que los golpes repiquetean cuando no se esperan, como cuando eras chico y te hacías un chichón en la cabeza de un golpe inesperado. No sabría especificar a qué sabe el dolor que siento en este momento, pero su intensidad alcanzó mis entrañas y me obligó a sentarme frente a una hoja a escribir garabatos.
El domingo pasado fue el día de la madre; y la jornada transcurrió de una manera esperable y sin mayores sobresaltos en las plataformas digitales de visualización. Muchas personas, ese día, compartieron una foto con su madre y algunas palabras de ocasión para cumplir con el deber de las salutaciones. Ahora bien, estas demostraciones de afecto fueron demostraciones de amor, quién podría certificar lo contrario. Sin embargo, hay algo de esa difusión serializada de imágenes que pululó en el aire global de las redes, que inquietó mi cuerpo. Tal vez, pensándolo con cabeza fría, esta molestia se debió al tiempo que transcurrimos, que ofrece poco y nada para el futuro, que más bien deja insatisfacción permanente, en donde el mostrar y el consumismo de eso que mostramos se convierte en un fin en sí mismo. Tal vez, esta molestia es un síntoma que quiere decir otra cosa: el ser contemporáneo de algunas personas que nombran ‘empatía’ cada dos frases, y la desempolvan como un objeto viejo de un placar para después volver a guardarla hasta el momento que se la necesite de nuevo. Sí, debe ser por aquel término, que se lo utiliza fuera de contexto para definir un conjunto de actitudes y acciones que tienen como fin alojar a otro, comprenderlo y darle una mano, pero que en la letra chica, si uno se detiene a leerla, difiere del significado original y se le imponen cláusulas, dejando un vacío legal del significado, porque así, claro, ganamos todos por comodidad.
La columna que escribo carece de valor narrativo y poético, más bien se asemeja a una denuncia, a un intento de lanzar la última bofetada para quien la esté leyendo a los fines de repensar las lógicas de este mundo poco decoroso. Por algo será que admiro a tipos que dicen abiertamente lo que les pasa, lo que quisieran hacer y lo que no, que no tienen prurito en tomar posición. De esta gente debería poblarse el mundo. Pero el mundo está poblado con la otra parte, que se jacta de ser políticamente correcta, de quedar bien, de cumplir con lo que se pide, de acomodarse en el último asiento y de rezar, si es necesario, que no suba nadie mayor al colectivo que los obligue a darle el asiento menos por consideración que por conciencia moral puritana y de cartón. Y lo peor es que yo también soy parte de esta gente de la que hablo, y de la otra. Escribo con un dolor inenarrable, que el lenguaje no alcanza a describir porque es deficiente y limitado. Solo me queda la dicha de pensar que intenté lo mejor que pude y así ha de ser. Porque como dijo mi querido amigo, Fernando Pessoa, en uno de sus tantos textos desperdigados por ahí: «Pedí tan poco a la vida y ese mismo poco la vida me lo negó. un haz de parte del sol, un campo próximo, un poco de sosiego con un poco de pan, no pesarme mucho el saber que existo, y no exigir nada de los otros ni ellos nada de mí. Esto mismo me fue negado, como quien niega la limosna no por falta de buena alma, sino por tener que desabrocharse la chaqueta”.
Hace un rato, mientras escuchaba al escritor Carlos Busqued hablar sobre sus libros y lo que significaba para él “ganarse el pan” en una entrevista, asegurando que lo mejor sería no tener que trabajar para sobrevivir, que el hecho de haber nacido debería traer consigo una recompensa, comprendí aún con mayor desesperación que el mundo duele, pero más duele este tiempo en el cual abundan los gimnasios con espejos.