Los “padres fundadores” de los Estados Unidos reposan en tumbas pletóricas de mármol y bronce, y los tálamos mortuorios se complementan con figuras monumentales (literalmente), como la estatua de Abraham Lincoln sentado en su silla presidencial, de unos 30 metros de altura, que ocupa el centro del National Mall de la capital. O –aún más monumental- las esfinges del propio Lincoln junto a Washington, Jefferson y Teddy Roosevelt esculpidas en la ladera de una montaña de granito, en el Monte Rushmore, en Dakota del Sur.
La excepción a todos ellos es Alexander Hamilton: su discreta y sencilla tumba en la tierra ocupa una parcela igual a la de cualquier otro mortal, en el discreto cementerio parroquial de Trinity Chapel, que la expansión de la ciudad ha dejado ahora en el centro de New York.
Y su tumba hace justicia a la excepción que fue la vida de Hamilton, el único “padre fundador” que no ocupó la Presidencia de aquellos estados que se convertirían en la primera potencia del mundo.
Hamilton nació (quizás en 1757, aunque no se sabe bien) en la isla de Nevis, en pleno Caribe británico, en una familia muy irregular, comparada con las de los demás héroes patricios: era hijo ilegítimo de un comerciante pobre escocés, que los abandonó en esas islas de piratas, y de una madre campesina de origen francés, prostituta a la fuerza, que debió sacrificarse para darle de comer al pequeño Alejandro. La mujer terminó muriendo de agotamiento –y de pena, dicen- y los vecinos, viendo la inteligencia temprana del chico, hicieron un fondo para pagarle una educación: lo subieron a un barco y lo mandaron a New York.
La ambición del joven Hamilton lo empujó hasta llegar a lo que hoy es la Universidad de Columbia (por entonces, el King’s College), pero la revolución americana le pareció aún más interesante que las aulas académicas, y allá fue.
No tenía aún 20 años, pero ya escribía los textos incendiarios de la guerra.
Miró a su alrededor y eligió junto a quién quedarse: se decidió por George Washington, y fue una buena elección. Su pluma –y su amigo Washington ya en el poder- lo llevaron a ser uno de los redactores de la Constitución, y a manejar el Tesoro y las finanzas de la nueva nación.
Estuvo en todos los detalles del nacimiento del Estado, pero no se sentó en el sillón presidencial, se mantuvo en las sombras, y siguió siendo el sinvergüenza caribeño que había sido. Y hasta su muerte: cayó en un duelo a pistolas en un descampado de Jersey, cuando tendría unos 45 años apenas.
Hamilton también ha sido una excepción en el rescate histórico, que comenzó recién en estos tiempos nuestros. En 2004 el talentoso rapero Lin-Manuel Miranda leyó la biografía del padre fundador escrita por Ron Chernow, durante ocho años compuso una gran escena musical de hip hop, que presentó en “La noche de la poesía”, en la Casa Blanca, frente a Barack y a Michelle Obama; la entonces pareja presidencial aplaudió de pie, y el rap del sinvergüenza caribeño saltó a Broadway.
“Hamilton” lleva en cartel desde entonces, y -tras el largo parate del covid- ha vuelto a los escenarios y las entradas se agotan, día a día, a las pocas horas de abrirse las ventanillas.