—¿Tenés el hotel de Purmamarca?
—No, ese lo reservabas vos.
—¿Segura?
—Sí.
—Yo ya reservé Tilcara, Huacalera, Humahuaca; ese te tocaba a vos.
—Ok. ¿Selecciono algunos y venís a verlos?
—Dale.
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Hace una semana que browseamos hoteles en la Quebrada de Humahuaca, provincia de Jujuy, norte de Argentina. Me acuesto tratando de descifrar por fotos siempre medio mentirosas cuál tiene ventana a los cerros y no al lavadero, en qué colchón dormiremos mejor y qué desayuno incluirá más frutas y menos harina.
Me levanto con mensajes de Booking que avisan descuentos y recuerdan que haga la reserva porque solo quedan dos habitaciones a ese precio. Le doy reload a la búsqueda y ya cambió: ahora solo queda una.
Para el viaje falta un mes, pero después de ver cientos de fotos, planear circuitos, buscar restaurantes, pedir recomendaciones y reservar hoteles tengo la sensación de que ya estuve ahí. No es tan loco imaginar el chip para emular vacaciones y crear falsos recuerdos de Total Recall, aquella película noventera de Paul Verhoeven.
Mi viaje es real: en unos días veré la vida con un filtro terracota, el color de los cerros. Rojos como el fuego, rosados como la carne, como los labios y las lenguas. Esos tonos desfilan por la imaginación al elegir el paisaje para esta escapada. Pasaremos unos días en lugar árido y de luz brutal, un sitio para sentirnos únicos no porque seamos leftovers, más bien por andar en paisajes vacíos.
Podría haber elegido la selva espesa y exuberante que ama Werner Herzog. La selva protectora, de lianas y hojas inmensas. El calor del trópico, que esta vez no será. Para esta escapada busqué un territorio descubierto, con espacio; un lugar original de origen, de principio de los tiempos. Ese tipo de sitios que despiertan preguntas sin respuesta. En ese paisaje la calidez está en la paleta de colores.
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Sueño con resetearme, no consultar obsesivamente el celular, mirarme a los ojos con mi pareja, reírnos de nuestras pavadas y recuperar la sensualidad que los hábitos y la repetición mellan y corroen como a un fierro oxidado. Me veo sexy en el territorio colorado. Pienso en llevar medias de red y después lo descarto, qué ridícula.
El viaje será de ocho días. ¿Alcanzará para reconectar con uno mismo y con quien tiene al lado? ¿Diez es mejor? ¿O nueve es el límite para la pelea? ¿Cuál es la medida justa de una escapada? ¿Es proporcional al estrés del trabajo? ¿Una maestra jardinera necesita irse más o menos que un cambista?
Tengo tantas ganas de hacer este viajecito, que lo pienso como un pasadizo secreto a una montaña de felicidad. Si la montaña fuera de arena sería de granos tibios y pálidos como en la playa. No sé qué digo porque Jujuy es un destino de precordillera, de altura. Uy, no pensé en el mal de altura. ¿Y si me paso una semana tirada en la cama con soroche?
La felicidad, debería saberlo, no se programa como se programa un congreso.
Basta de elucubrar. A ver, un poco de coherencia: es una escapada de ocho días y, a menos que haya un terremoto literal o en sentido figurado, no cambiará nada.
No es un viaje épico: es corto, de aventuras chicas, una expresión reducida del viaje.
La escapada es un intento de huida desesperada, breve, imperfecta y, aun así: Rogamos por vos, Santa Escapada.
Nos escapamos para juntar fuerzas y seguir tirando de la caja de Pandora que es la vida.
Nos escapamos para encontrarnos con nosotros mismos y con el otro que viaja con nosotros, y con el Otro que no conocemos.
Nos escapamos para jugar a que no tenemos nada que hacer más que salir a pasear y decidir cuánta fiaca haremos, dónde comeremos. No podemos escaparnos de nosotros mismos, pero sí podemos salir, por un rato, de la rutina.
Nos escapamos para sentir el desplazamiento.
Nos escapamos para anotar palabras en la libreta de viaje o para hacer dibujos o para juntar tickets de entradas, boletos, hojas, pétalos.
Nos escapamos para ser nosotros en otro paisaje.
Las conté: serán 250 horas de tiempo libre. ¿Qué haremos con él? Me lo imagino como una arcilla para moldear y quizás lograr una pieza, una jarra, un cuenco. ¿Lo llenaremos de actividades? ¿Intentaremos controlarlo? ¿Lograremos bajar un cambio? Tengo la impresión de que el tiempo no será suficiente. Pero, ¿alguna vez lo es?
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Escapda
1. Acción de escapar, especialmente de un lugar y de modo oculto.
2. Viaje o salida que se hace de manera rápida y por muy poco tiempo, generalmente dejando las ocupaciones habituales y con el propósito de divertirse o distraerse.
Como marca el diccionario, la escapada tiene boleto de regreso. Del 1 al 8, del 16 al 25; siempre es una pausa que abre el telón del ocio, hasta que lo cierra. En el siglo pasado no había escapadas, probablemente porque el mundo quedaba más lejos y cuando se viajaba había que justificar el costo del traslado. Las de antes eran vacaciones a la velocidad del barco y del tren. Si económicamente se podía, el hombre de la familia mandaba a la mujer e hijos a la playa o al campo, mientras él permanecía en el trabajo. Hoy ese modelo suena raro por donde se lo mire, pero ocurrió y hace no tanto.
Tal vez se podría identificar como el inicio de la escapada –aristocrática, sí– a esa salida curativa de fines del siglo XIX hasta antes de la Primera Guerra Mundial hacia ciudades balneario o sitios de buen clima para recuperarse de alguna dolencia. Vaya a las sierras; ¿Por qué no se toma unos días en las termas?, recomendaban los médicos y los pacientes hacían caso y se pasaban algunas semanas en bata, bañándose, comiendo bien y haciendo amigos. Más o menos así se inventó el turismo. Unos años atrás caminé por las calles de Karlovy Vari, en República Checa, y comprobé cómo el turismo de salud no solo resiste, sino que se expande y diversifica apoyado en hoteles de lujo que ofrecen paquetes de fin de semana y tratamientos exprés y spa romántico con masaje relajante para satisfacer a los fugitivos europeos.
La idea de escapada llega con la aceleración de la vida. Se cimienta en la ubicuidad del trabajo, que no corta ni en el toilette. El trabajo se estira más que Elasticgirl, ocupa todo el día y, a veces, también los sueños. Respondo un correo mientras almuerzo, me llega un pedido de fotos entrada la noche y pienso ideas para artículos cuando me baño. En un contexto de trabajo continuo, la escapada aparece como la solución que ataja el colapso y hace posible el statu quo. Como un salvavidas, una vía de escape. Un sueño de sensualidad en el horizonte.
Nos escapamos para expandirnos.
Nos escapamos para vivir una experiencia estética.
La escapada contrasta con el día a día como la tipografía negra con la hoja en blanco. Y esa es la posibilidad que se abre: la libertad –y también el vacío– de lo que se escribirá.
En Argentina se suele decir que una escapada es un desenchufe. Unos días unplugged nunca vienen nada mal. Más días que un feriado puente, una medida digna para anhelar.
¿Tiene un sentido político la escapada? Con el objetivo de minimizar el agotamiento, el modelo del que somos parte genera por default una grieta de tiempo, un espacio posible para escaparse. Para algunos eso puede llegar a ser demasiado y por eso existen tours que les organizan rutinas y agendas. La escapada es funcional al sistema. Nos vuelve a cero, barre el cansancio, renueva el ánimo. El turismo como vitamina productora de sustancias químicas que afectan el estado de ánimo y otras funciones cerebrales. Escapada=B-12.
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Los paisajes que visitaré en unos días son naturalmente coloridos, tanto que están en el podio del norte argentino: el cerro de Siete Colores, en Purmamarca, y La Paleta del Pintor, en Maimará. En las últimas décadas se popularizó otro, la serranía de Hornocal, también lo llaman el cerro de Catorce Colores. La última vez que viajé allá no se hablaba de ese lugar. Es curioso, como si la naturaleza hubiera realizado un nuevo lanzamiento, un volumen extra, post Creación.
¿Quiénes serán los autores en este caso? Técnicos en turismo, políticos, publicistas. ¿Dios? Quien sea que maneje el Photoshop satura los colores, la realidad no es tan brillante como en la publicidad. El rojo es sanguíneo y el morado parece un moretón. Me pregunto qué índices de saturación manejaré en mis crónicas. Al fin y al cabo, soy algo así como relatora de escapadas. Destaco lugares para que se luzcan en el mapa del mundo y los lectores de la revista, futuros viajeros, los consideren como destino. ¿Maquillaré ciudades? ¿Volveré los cascos históricos más hermosos? ¿Disfrazaré la mugre? ¿Taparé las grietas con palabras?
Nos escapamos para recuperar los cinco sentidos. Y me imagino la yema del dedo que recorre el marlo de maíz blanco, grano por grano, antes de hervirlo para preparar una sopa de maíz majado (machucado) con charqui y chuño. Como dice la copla, no se come solo para alimentar el cuerpo, también se sostiene el alma.
Viajamos para aprender.
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El primer significado de la palabra escapada es huir. Escapar de la cárcel, escapar de un secuestro, escapar de casa.
En años de periodista de viajes conocí a varios prófugos. Hombres y mujeres dispuestos a tomar un desvío de las vidas que se suponía que tendrían. Gente que en una escapada vio la luz o algo así y se quedó en ese lugar o volvió a buscar lo necesario para quedarse.
El oficinista que dejó todo para abrir una posada en un pueblo de montaña en la Patagonia, la diseñadora gráfica que cambió el trabajo en el escritorio de su casa porteña por uno en Arraial d’Ajuda, en Brasil, con vista al mar; la pareja que se fue a Nueva Zelanda y abrió una heladería artesanal que se convirtió en un éxito; el carpintero que emigró a Italia y hace muebles de diseño; la mujer que se escapó de todo, incluso de su matrimonio, y se fue a vivir con un arqueólogo en la Isla de Pascua.
Gente que se plantó en la escapada para fundar otra vida. Gente que se tomó unos días y encontró una salida. Me llevan a pensar en los juegos de escape que últimamente se han puesto de moda. Hace unos meses estuve en una de esas habitaciones cerradas y sentí la desesperación de no poder salir. Estar atrapada en la propia vida debe ser peor.
Una simple escapada tiene el poder de cruzar una frontera personal: ¿Y si me quedo?
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Llegó el momento y estamos arriba del avión, a punto de despegar. Traje una libreta de apuntes, como hago en los viajes de trabajo. Traje la cámara de fotos, como en los viajes de trabajo. Oops. ¿Me confundí de viaje? Es tan raro para mi viajar en modo escapada que me invento artículos, estoy atenta 24/7. Acostumbrada a cubrir las principales «atracciones» de cada lugar, hago rankings y cuento para que otros viajen. ¿Saldré a caminar a las siete o no pondré despertador? ¿Postearé compulsivamente? Ahora que me toca a mí, ¿cómo diseñaré esta vuelta a la quebrada? Vuelta de volver porque ya vine, y vuelta de paseo. Los bordes entre mi trabajo, el mejor del mundo, je, y las vacaciones son tan finos que a veces prefiero no escaparme.
¿Lograré desconectar? Decido no atender a los pensamientos y me dejo fluir por la ventanilla del avión. Una ventana chica que se abre al infinito.
En menos de dos horas estamos en «el destino», aunque hace tiempo que en la industria del turismo el hotel compite cabeza a cabeza con el destino en tanto lugar. ¿Vamos a Jujuy o a la posada con los mejores comentarios de la página y excelente relación precio calidad? ¿Cuál es el verdadero destino? Aterrizamos.
Primera impresión: calor. Like.
Segunda impresión: fotos de humitas y tamales que imagino dulces, aromáticos y medio picosos. Like también.
El aeropuerto queda atrás y ya iniciamos el road trip que produje con cariño y dedicación. Me distraigo con las flores lilas de un jacarandá que descubro en una mata de árboles. Más allá hay otro y uno más. En el norte florecen antes que en Buenos Aires. A medida que avanzamos se pierde la vegetación y quedan los cerros desnudos, colorados. Tengo la sensación de que estamos atravesando un límite personal imaginario –forzado también– que nos mete adentro de la escapada. Desde ahora somos nosotros y al mismo tiempo actuamos en una película de vacaciones breves. Lo contrario del título Vacaciones permanentes, el libro de Liliana Colanzi.
Veo un grupo de llamas en un corral de piedra y a un hombre viejo y encorvado que cuida unas cabras. Leo No a las mineras en la quebrada y me impacta el verde del valle junto al río Grande. Verde de lechuga, cebollines, habas, pimientos, papines andinos. Verde brillante que ningún publicista tuneó.
Observo el paisaje, recibo la información y las sensaciones que me produce, lo interpreto. Soy parte del sistema, esto es una ilusión momentánea, una píldora de B-12 mental. ¿Qué importa?
Vaya lento o el corazón le hace pum pum.
Me lo dice una mujer vieja que cruzo subiendo un cerro. Se refiere a la altura, pero se puede leer en otros sentidos. Los viejos que veo en el camino tienen una sabiduría ancestral, algo que parece que les vino dado con el territorio y que se advierte en la mirada. El silencio que se produce en el encuentro es parte de reconocernos como humanos a pesar de lo ajenos que podamos resultarnos.
Nos escapamos para que el Otro se refleje en nuestro interior.
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—¿Qué se van a servir?
—¿Qué nos recomendás?
—El risotto de quinoa sale muy bien, lo piden mucho los turistas. Viene con cebollita de verdeo, calabaza y queso de cabra de acá de la zona de Huacalera. También es muy rica la ensalada de papa lisa, maíz blanco y tomate seco. Esa trae quinoa inflada.
Antes de probarla, la palabra quinoa y el significado —grano del Altiplano, para decirlo fácil— conecta con este lugar y se hila, como todavía hilan las mujeres la lana de llama, con otras palabras, que hacen a la identidad de la quebrada. Arcilla, zampoña, maíz, capilla, quena, pimiento, altura, cuaresmillo, ripio, cardón. Estoy totalmente adentro de la escapada, encapsulada en las paredes del turismo, ungida por la experiencia. A un purista del viaje le daría sospecha este disfrute superficial, alentado por la publicidad y útil al sistema. A mí me refresca, me da la vida, y perdón por la simpleza.
Hay otros escapados como yo que caminan por el pueblo y compran souvenirs para llevar de vuelta, como una prueba de que estuvieron aquí. Otros prófugos con los que comparto la dosis de B12 que nos sostendrá, la inspiración de estar en el camino. Aunque sea unos pocos días, aún con pasaje de vuelta.
En la Serranía del Hornocal miramos el horizonte junto a otra pareja. Los dos llevan un poncho y el viento enreda las puntas, quiere llevarse los flecos, que bailen con las ráfagas.
Nos escapamos para crear memorias y a la vuelta jugar con ellas. A la ronda, a las escondidas, al Veo Veo. Enredarnos en los recuerdos, repasarlos, saltarlos, exagerarlos, hermosearlos, intervenirlos. Resucitar el viaje, darle otro espíritu al evocarlo. Y que nazcan geografías imaginadas.
Quizás la escapada, la típica, la que deseamos, sea una combinación de las dos acepciones del término: una salida rápida que cobija la huida, aunque sea como metáfora. La metáfora satisface las expectativas y esto no es resignación. Acaso un reconocimiento a un sustantivo que tanto me ha dado, que mucho me sigue dando. Entro en una capilla blanca, resplandeciente, de paredes gruesas, de adobe, y me inclino frente al altar barroco. Amparada por los ángeles arcabuceros que miran con cara de buenos desde las pinturas cuzqueñas, junto las manos y, en silencio, oro: Santa Escapada, te damos las gracias. Por los siglos de los siglos, quedate entre nosotros.